Estoy sentada en una confortable silla del salón de los Altarriba, esperando a solas, sumida en mis pensamientos. Madre ya lleva tres días trabajando aquí y sólo tiene buenas palabras para los señores Altarriba. Yo acabo de conocerlos, y aunque estaba demasiado nerviosa para recordar nuestra corta conversación, ambos han sido amables. No me han mirado con suficiencia ni me han hablado como si fuera tonta o analfabeta, lo que siempre es de agradecer. No tendré un horario fijo, pero trabajaré la mayoría de los días, incluidos los domingos. Además, si alguna noche me necesitan también tendré que ir. Me lo han dicho como si fuera algo malo, como pidiendo perdón. No entienden que cuanto más trabaje, más cobraré, y desde luego nunca me quejaré de eso.
Si por mí fuera, ya estaría lejos de esta casa, que no hace sino recordarme todo lo que nunca tendré. Por desgracia, los señores Altarriba han insistido en presentarme a todos sus hijos. Aunque he intentado evitarlo, al final he aceptado. Al fin y al cabo, este será mi lugar de trabajo. Tendré que acostumbrarme.
De repente, oigo cómo alguien carraspea. Me vuelvo bruscamente y veo cómo un chico atraviesa el umbral de la puerta y hace una mueca sorprendida al verme. Se detiene en seco. Yo me levanto e, intentando disimular mi hastío, lo saludo cortésmente. He estado ensayando esta pose desde que lo vi por segunda vez en el portal. Las probabilidades y mi mala suerte apuntaban a esta situación. Además, el mal presentimiento se ha intensificado desde que la señora Altarriba me ha hablado de su hijo mayor, el mismo que ahora me mira con cara de pocos amigos.
—Tú —masculla.
—Marina, si no te importa —respondo. Intento parecer segura. Como con los animales, nunca debes dejar que un rico huela tu miedo, y menos si es un señorito como el que ahora tengo delante.
—¿Te han contratado a ti? —dice con un tono nada agradable. Yo me limito a asentir. Soy consciente de que mi metedura de pata del otro día en el portal puede costarme el puesto, así que decido que cuanto menos diga menos posibilidades tendré de causarme más problemas. Él pone los ojos en blanco y resopla—. Mientras sean mis padres quienes te pagan, espero que me trates con respeto, dentro y fuera de esta casa.
Lo miro de hito en hito con los dientes apretados. Los ojos me empiezan a arder y siento que, si no me contengo, una mala palabra va a escapar de mi boca. Respiro profundamente, tratando de calmarme; sé que eso es precisamente lo que intenta, y no tengo la intención de darle el gusto de cavar mi propia tumba. Si quiere enterrarme, tendrá que hacer él el agujero.
—Ahora sí te muerdes la lengua. A lo mejor no eres tan tonta como pareces.
—Ojalá pudiera decir lo mismo de ti —se me escapa. Sin embargo, he hablado en un tono tan bajo que no creo que me haya oído.
—¿Qué has dicho?
Niego con la cabeza, nerviosa.
—Nada. —Me paso la mano por la cara y suspiro mirando el techo—. Mira, sé lo que estás pensando y yo…
—¿Qué estoy pensando?
—Qué mentira puedes contar sobre mí para que no me contraten.
El chico hace una mueca grotesca que parece ser una sonrisa y dice:
—Te equivocas.
—¿Acaso quieres que trabaje aquí?
Se encoge de hombros y me mira con una pose altiva y desafiante que hace que la sangre hierva en mis venas. Le aguanto la mirada, dispuesta a no dejarme amedrentar. Por suerte, la puerta se abre de golpe y tengo la excusa perfecta para apartar la vista sin darle el gusto de la victoria.
—Hijo, estábamos buscándote.
La señora Altarriba entra sonriente, ataviada con un ligero vestido blanco que realza su figura. Unos finos pendientes adornan sus orejas, escondidas tras unos tirabuzones azabache, los únicos que escapan del perfecto recogido que luce. Detrás de ella aparecen su marido y mi madre, que lleva en brazos al bebé. Un niño y una niña asoman la cabeza al otro lado de la puerta. Deben de tener la edad de María. La mujer me mira y sonríe.
—Veo que ya os habéis conocido.
El chico se pasa la mano por el pelo de forma despreocupada y asiente con desgana.
—Marina, él es Xavier —dice la señora Altarriba, señalando al bebé que lleva mi madre—. Y estos son Clara y Gabriel.
Les hace un gesto a los niños para que se acerquen a mí y me saluden debidamente. La niña tiene la cara pecosa y la piel pálida y suave como la porcelana; el cabello, de color rojizo, le llega hasta los hombros y roza un vestido de color rosa que debe de valer tanto como toda la ropa de María. El niño, un poco más alto que ella, la coge de la mano y me enseña una sonrisa amplia y desdentada. Tiene los mismos ojos y el mismo cabello que su hermano mayor. Afortunadamente, parece mucho menos grosero.
—Ella cuidará de vosotros cuando vuestro padre y yo estemos fuera, ¿de acuerdo? Así que tenéis que hacerle caso.
Los niños asienten obedientemente y se cuelan entre las piernas de su padre, que se ríe y me dice:
—Son un poco traviesos, pero no te causarán ningún problema, te lo aseguro. Y él es Víctor, aunque supongo que ya os habréis presentado.
No me atrevo a llevarle la contraria, de modo que asiento en silencio.
Víctor, el único nombre que nunca me ha gustado escuchar; así se llama el señorito. Ahora sí puedo decir que no soporto nada de él, ni siquiera su nombre.
Desde que trabajo para los Altarriba, padre está de mucho mejor humor y el ambiente en casa es mucho más soportable. Cuando no tengo que cuidar de los niños, sigo yendo a lavar ropa, de modo que últimamente entra más dinero en casa que en los últimos tiempos. Además, gracias a su sueldo como nodriza, madre no debe cargar con tantos trabajos de costura, y eso se nota tanto en su humor como en su cojera, porque no tiene que andar tanto por el barrio para repartir los encargos. Empezó a trabajar como costurera hará cosa de dos años, después del accidente que sufrió en la fábrica textil en la que trabajaba. Además de costarle el empleo, estuvo a punto de cobrarse también su pierna derecha. Por suerte, el médico consiguió salvarla, aunque aún arrastra una cojera que no parece tener intención de desaparecer.
Sin embargo, todo lo bueno que tiene trabajar para los inquilinos del piso principal desaparece de mi mente cuando estoy de pie delante de su puerta, como en este preciso instante. Delante de la del portal, por supuesto, la destinada al escaso servicio del que disponen. La lujosa entrada del piso principal está reservada a las personas importantes, y me temo que la cuidadora de sus hijos no goza de ese estatus.
Intento respirar hondo. Aunque Clara y Gabriel son entrañables, no puedo olvidar la expresión desafiante de Víctor. Cuando me avisan para ir a trabajar, rezo para que el hermano mayor no se encuentre en casa. Hasta ahora, mis plegarias han sido escuchadas. Trato de tranquilizarme diciéndome que, aunque esté aquí, ya se habrá olvidado de mí y me dejará en paz. Suspiro, sonrío a modo de práctica y golpeo la puerta con los nudillos.
5 de agosto de 1914. Veo la fecha en La Vanguardia, el diario que el señor Altarriba se ha dejado olvidado sobre la mesa del salón. Siento un escalofrío al ver las esquelas de la portada y me pregunto a quién diablos le gusta saber quién ha muerto mientras desayuna. Es demasiado morboso, incluso para un burgués.
Echo cuentas y reparo en que ya hace casi cinco semanas que empecé a trabajar aquí. Para ser sincera, debo decir que me gusta. Los niños se portan de maravilla conmigo y, a diferencia de otros hijos de buena familia, no tienen como único objetivo complicarme la vida. Se divierten conmigo, o al menos eso parece. Sólo tenemos problemas a la hora de comer. Son quisquillosos y no todo es de su agrado, pero al final, de un modo u otro, siempre consigo que coman. Me gustaría poder decirles que mientras ellos rechazan un plato de verduras cocidas porque no les gusta, mis hermanas pequeñas matarían por tener asegurado ese manjar de por vida, y más teniendo en cuenta que los Altarriba disponen de una cocinera, Elvira, que se encarga de toda y cada una de las comidas. Pero son niños, ¿qué voy a decirles? No son culpables de nada, sólo afortunados.
Víctor nunca está en casa y Eduardo, el mayordomo, es poco hablador pero bastante simpático. Al menos me saluda y me da conversación cuando nos encontramos, algo que no puedo decir del hijo mayor de la familia. Elvira, por su parte, no deja de ser una versión algo más sofisticada de la señora Emilia. En cuanto me descuido, me ha acorralado para contarme historias y cotilleos sobre los que yo nunca le he preguntado. Yo escucho y asiento, haciendo como que me interesan los problemas de la señora Altarriba con su modista. Más vale tenerla contenta y contar con una aliada en la cocina.
Dejo el diario en su sitio y me dirijo hacia la habitación de los niños, situada al final del pasillo lleno de retratos y fotografías de gente engalanada y sonriente. Hoy es la primera vez que trabajo de noche. Los señores Altarriba han salido esta tarde con sus mejores galas para ir al Liceo a ver alguna ópera de nombre tan rimbombante como el vestido de la señora Altarriba. Elvira y Eduardo ya se han marchado a su casa y Víctor… Uno nunca sabe dónde está ese chico. Normalmente no está en casa, y cuando está, creo que evita estar en la misma sala que yo. Tiene suerte. Si estuviéramos en mi casa, no tendría tantos cuartos donde elegir.
Sea como sea, la casa está silenciosa. Los niños están arropados en sus camas y esperan que les cuente un cuento. Me siento junto a ellos mientras noto sus miradas apremiantes y comienzo a contarles mi cuento favorito: Peter Pan.