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Tonto.

La voz de la niña aún resonaba en la cabeza de Abril cuando se despertó. O tal vez había sido su eco lo que la había desvelado. Abrió los ojos de repente, y los músculos de su cuerpo se tensaron unas milésimas de segundo. Miró a su alrededor. Estaba en su habitación, en su cama.

Habría jurado que unos instantes antes estaba subiendo unas escaleras junto a ese chico llamado Cisco. Comprendió que todo había sido un sueño, y su cuerpo se relajó. La calma se rompió en cuestión de segundos, porque entonces su cerebro empezó a trabajar y a recordar todos los detalles y matices de aquella fantasía. Los desvencijados zapatos, la cesta con la comida y el olor que esta desprendía… Podía aún oír la risa de Carme, notar su manita aferrándose a la suya y sentir la penetrante mirada examinadora del desconocido con el que la pequeña había chocado.

El desconocido.

Se sorprendió al recordar cada uno de sus rasgos, y aún más al reconocerlo. Esos expresivos ojos castaños y aquella pose de altivez… No podría olvidar aquella cara, aunque en su sueño apareciese con el pelo mucho más corto y repeinado. Era el chico que tan amablemente le había cedido el libro en la biblioteca. Abril se rio y se levantó.

Sacó a Miguel casi a empujones de la cama y lo metió en la ducha sin hacer caso de sus quejas y sus bostezos. Preparó un bocadillo para cada uno al tiempo que iba mordisqueando una magdalena y tragando a sorbos una pequeña taza de café con leche. Cuando el niño apareció en la cocina, aprovechó para irse a la ducha, y apenas quince minutos más tarde los dos estaban en la calle. Abril lo acompañó hasta la puerta del colegio, donde Miguel pareció despertar de pronto al ver a sus amigos. Tras darle el beso de rigor a su hermana, desapareció con media docena de niños que corrían y gritaban por el patio. Mientras Abril deshacía el camino andado, agradecía que el colegio de Miguel estuviese tan cerca de casa.

Su madre no existía por las mañanas. A veces se quedaba durmiendo, porque había llegado demasiado tarde, pero la mayoría de los días se iba antes de que ellos se levantaran siquiera. Si Abril hubiese tenido que llevar a su hermano, según su madre demasiado pequeño para coger el metro solo, a la otra punta de la ciudad cada mañana, podría haberse dado por muerta.

Estaba agotada. La universidad, la casa, Miguel… A veces se veía como una cuarentona universitaria; todo el peso de la casa recaía en ella y encima tenía que estudiar. Su padre viajaba demasiado, y su madre… Ella tenía trabajo. Abril no podía entender por qué sacrificaba todo su tiempo, su vida, por un simple empleo. Pero su madre ya era adulta y sabía lo que hacía. La joven no estaba segura de poder decir lo mismo de ella misma, así que no era quién para juzgarla.

—¿Otra noche en vela?

Abril bostezó y miró a Héctor con ojos cansados. Se había quedado dormida en clase otra vez. Por suerte, eran cerca de cien alumnos, y si uno sabía esconderse nadie se daba cuenta, a menos que roncaras o hablaras en sueños. Era de agradecer que Abril no fuera de esas, porque muchos días no podía evitar que los ojos se le cerraran en clase, sobre todo a primera hora.

—Me quedé leyendo hasta tarde.

—¿Qué leías?

Guardó silencio durante unos segundos y al final admitió:

Peter Pan y Wendy.

Héctor fingió sorprenderse, pero la risa lo traicionó.

—Tú y tus lecturas raras…

—Oye, que es un clásico.

—Infantil.

—Sí, bueno. Con algo tendré que alimentar a mi niña interior, ¿no? No voy a dejar que se muera de inanición como hiciste tú con el tuyo —le dijo medio en serio medio en broma. Su amigo le dirigió una mirada inquisitiva y Abril dijo—: Admítelo. Lo mataste. Al Héctor-niño, digo. Y ahora eres demasiado maduro.

—¿Cómo se puede ser demasiado maduro?

La chica hizo un mohín. Héctor era su mejor amigo, y lo quería como quería a pocas personas, pero tenía que admitirlo. Era demasiado sensato, o al menos pretendía serlo, que era aún peor. Todo lo analizaba, todo lo sometía a la razón. Nada podía escapar a su control, nada dejaba al azar… En algunos aspectos le recordaba a su padre, tan metódico siempre. Por querer controlarlo todo, se olvidaba de vivir.

Antes de que Abril dijera nada, la gente empezó a levantarse y todos los susurros que habían llenado el aula hasta entonces se transformaron en voces de alivio. El profesor salió de la sala y Abril aprovechó para desentumecer sus músculos estirándose y bostezando sonoramente.

—¿Y qué, está bien?

—No está mal.

—¿No está mal? Esperaba que fuera una obra maestra si te tuvo hasta las tantas leyendo.

—Es bueno, pero no me gusta juzgar los libros antes de terminarlos. En realidad, si leí tanto fue por culpabilidad. Cuando fui a cogerlo a la biblioteca, otro chico lo quería. Él lo cogió primero, pero dejó que me lo llevara. Dijo que lo reservaría, y no quiero que espere dos semanas para tenerlo.

Omitió el detalle de la corriente eléctrica y de los temblores que la sacudieron cuando sus manos se rozaron. Héctor habría hecho de ello una montaña de arena.

—Ajá. Un chico.

Abril miró a su amigo de hito en hito y asintió, muy seria.

—Sí, ya sabes. El macho del humano joven. Un chico —dijo, sin lograr mantener la pose de seriedad—. Vamos, no me mires así. Me haces reír.

Héctor sonrió y señaló hacia la puerta.

—Anda, camina, pequeña Wendy. Podrás seguir durmiendo en la siguiente clase.

Aunque se había sentido tentada, no le había dicho a Héctor que había soñado con el chico de la biblioteca. No quería darle más madera para su hoguera de estúpidas elucubraciones. Sólo había sido un sueño. Sin embargo, su recuerdo era tan real que aún creía percibir el olor de las verduras que llevaba en el canasto, o el sentimiento de profunda animadversión hacia el desconocido que había encontrado en el rellano de aquella antigua casa. No podía quitarse de la cabeza aquel extraño a quien su imaginación le había puesto el rostro del chico de la biblioteca, que tanto la había atraído con sólo un vistazo. Apoyó la cabeza sobre sus brazos, doblados encima de la mesa, y cerró los ojos.