El cielo está negro. Olfateo el aire y hago una mueca. Parece que esta noche tampoco podremos dormir bien. Va a llover; ya lo creo.
Me miro los pies, cubiertos por unos zapatos gastados, y muevo los dedos mientras sigo avanzando. Los tengo helados, pero no voy a quejarme. Si lo dijera en alto, madre se empeñaría en comprar un nuevo calzado, yo me negaría y empezaría una tormenta muy distinta de la que anuncian las nubes del cielo. Ya tengo un par de zapatos, uno para cada pie. ¿Para qué quiero más? ¿Acaso tengo dos pares de piernas? Sea como sea, madre se pone muy quisquillosa con estos temas. Supongo que es normal, después de lo que sucedió. No quiere que enfermemos, y obviamente yo tampoco, pero lo primero es lo primero, y en el caso de mi familia lo principal es llenar los platos cada noche. Hay que ver lo difícil que resulta eso a veces, y lo fácil que es siempre vaciarlos.
Miro la cesta que llevo colgada del brazo y rápidamente busco a Carme con la mirada. Corre unos pasos por delante de mí, yendo y viniendo, sin dejar de reír. A pesar del cansancio, logro esbozar una pequeña sonrisa. Carme es la única capaz de alegrarme con sólo una mirada. Esos ojos azules, esos tirabuzones negros como el carbón y esas mejillas sonrosadas, que se acentúan con cada carcajada… Lo daría todo por esa pequeña. La llamo cuando veo que se aleja demasiado. Ya casi hemos llegado a casa, y no quiero que suba sola por las escaleras. Carme se detiene a unos metros de la puerta e inclina la cabeza, mirándome. Cuando me acerco a ella, se da la vuelta y vuelve a correr hacia nuestro edificio.
En ese momento un chico sale del portal y a Carme, tan pequeña y desgarbada, no le da tiempo a reaccionar. Mi hermana se cae al suelo y se echa a llorar. El joven contra el que ha chocado la mira entre perplejo y molesto, y en ningún momento hace ademán de ayudarla a levantarse. Echo a correr hacia ella, tratando de no perder nada del cesto, e intento consolarla mientras la cojo en brazos. No le ha pasado nada, sólo ha sido el susto. Cuando deja de llorar, me vuelvo hacia el chico, que sigue de pie a nuestro lado, quieto como una estatua. Lo miro de hito en hito, y él hace lo mismo conmigo. Creo que no le gusta lo que ve. Ya tenemos algo en común: a mí tampoco. Va bien vestido, demasiado para ser el hijo de un menestral. Y no digamos para ser un simple trabajador. Aunque no hace ninguna mueca, puedo leer en sus ojos el desagrado que siente al examinarme. Sí, me temo que yo sí soy una simple trabajadora, señorito.
—Debería vigilar por dónde va, podría haberme hecho daño —dice.
—Si una niña de tres años puede hacerte daño, tienes un problema de debilidad, amigo —bufo, molesta por el tono de prepotencia de su voz. Dejo a Carme en el suelo, la cojo de la mano y me alejo de él. Ese tipo de gente no merece que gaste mi aliento con ellos.
—Impertinente.
—Encantada. Yo me llamo Marina. —Me río mientras empiezo a subir las ostentosas escaleras.
Por un momento temo que me siga, pero oigo sus pasos alejarse, de modo que respiro tranquila. Creo que padre tiene razón; a veces hablo demasiado. Algún día me meteré en problemas, lo sé, pero hasta entonces…
Carme se ríe y, mientras salta escalón tras escalón, dice, señalando hacia detrás:
—Tonto.
Yo asiento e, intentando demostrar seriedad, repito:
—Tonto.
Cuando entramos en casa, los demás ya están cenando. Madre suelta su típica retahíla de preguntas sobre nuestra tarde y padre, como de costumbre, no se digna ni a mirarme. María observa sin pestañear cómo habla madre. Junto a ella está Cisco, que lee los titulares de la portada del diario. Acierto a ver la fecha en la parte superior: 1 de julio de 1914.
—¿Algo interesante? —le pregunto con despreocupación a mi hermano.
Cisco se vuelve hacia mí bruscamente y se queda mirándome en silencio antes de decir con voz pastosa:
—¿Es que no lees los periódicos, Marina? —Espera unos segundos a que responda y, al ver que no lo hago, suspira y me explica—: Asesinaron al Archiduque de Austria hace dos días.
Me encojo de hombros. Es la primera noticia que tengo sobre el tema y, sinceramente, no sé por qué debería preocuparme que maten a un dirigente austríaco. Se lo digo a mi hermano mientras cojo dos boles y nos sirvo la cena a Carme y a mí. Él se ríe no sin cierta condescendencia.
—No creo que a Austria le haga mucha gracia que un estudiante nacionalista mate a su heredero.
—¿Y qué?
No entiendo la obsesión de Cisco por intentar saberlo todo, incluso lo que pasa dentro de las fronteras de un país que ni siquiera soy capaz de situar en un mapa. A mí me importa lo que pasa entre estas cuatro paredes, que es donde vive mi familia; mientras no pasemos frío ni hambre, qué más dará lo que le pase a un archiduque desconocido. Cisco niega con la cabeza y suspira de nuevo.
—No importa.
—Así que tenemos nuevos inquilinos en el principal —dice padre sin ningún entusiasmo antes de que el silencio caiga entre nosotros. Podría llamarlos vecinos, porque de hecho lo son, pero siempre evita esa palabra para referirse a las familias que a lo largo de los años han ocupado el piso principal.
Puntada a puntada, madre va zurciendo una gastada camiseta que hace años fue mía. A partir de ahora, será de María, que pronto cumplirá los siete años.
—Se llaman Altarriba. Tienen cinco hijos, pero, por lo que sé, sólo han venido cuatro con ellos, por lo que supongo que el mayor debe de estar ya casado. Lo que sí sé de buena tinta es que el padre es el dueño de una fábrica textil de la ciudad y que la familia de ella tiene tierras para dar y regalar.
—La señora Emilia no pierde el tiempo —se ríe Cisco, tan alegre como siempre—. Lo que no se sepa en esa portería, no lo sabe nadie.
La habitación está oscura, aunque fuera la luna llena brilla con fuerza e ilumina toda la estancia. Es curioso; por más luz que haya, siempre me parece que esta sala está oscura. Aunque no tanto como el dormitorio, que comparto con mis tres hermanos. Del baño, mejor ni hablamos. El piso no es demasiado grande, por lo que no tener apenas muebles es algo positivo: así disponemos de más espacio.
A veces resulta agobiante estar en casa con tanta gente. Por suerte, no solemos coincidir todos juntos más que las noches y los fines de semana. María aún va al colegio, y mi hermano y mi padre trabajan en la fábrica seis días a la semana. Yo también trabajaba ahí hasta hace unos meses. Un día cualquiera me despidieron sin darme ni las gracias. Desde entonces, hago la colada de algunos vecinos del barrio y el resto del día lo dedico a cuidar de mis hermanas. Cuando no estamos trabajando preferimos ir a la plaza, a los salones de baile o simplemente a pasear. Cualquier lugar es mejor que esta ratonera, aunque a mí lo que de verdad me gustaría sería pasar tardes enteras en el cine.
Madre me ha prometido que en mi próximo cumpleaños va a llevarme a ver una película por primera vez, pero no tengo ninguna esperanza puesta en esa promesa.
—Emilia me ha dicho que la madre está teniendo problemas para darle el pecho al bebé y buscan una nodriza.
—Podrías bajar a ofrecerte —comenta mi padre, que por fin ha terminado de comer—. A Carme no le importará compartirte.
—De hecho, ya he ido a hablar con ellos. El único problema es que quieren a alguien que se quede con los niños siempre que haga falta, y con mi cojera… No puedo. No puedo llevarlos a pasear ni seguir su ritmo.
—Que vaya Marina —escupe padre con un tono de voz que me hace temblar.
—Eso había pensado. Se lo he propuesto y les parece bien. Yo sólo sería la nodriza del pequeño y Marina cuidaría de los niños —responde madre, que me mira y me sonríe—. Trabajarías cerca de casa y podrías cuidar mejor de tus hermanas. Además, seguro que pagan bien.
—Sí, madre —respondo, aunque no me hace ninguna gracia.
—Agradécele a tu madre que se preocupe por ti, ya que tú no lo haces.
Me vuelvo hacia padre, pero no soy capaz de aguantarle la mirada. Desde que me despidieron de la fábrica, no soy más que una molestia en esta casa, o al menos así es como él me trata. Sólo he conseguido trabajar de lavandera, y no se gana demasiado. Mi padre querría que trabajara de sol a sol, como hace él, y se olvida de que alguien tiene que cuidar de María y Carme. Cisco trabaja todo el día, y madre se pasa la mayoría de las jornadas yendo de casa en casa haciendo de costurera, así que sólo puedo cuidarlas yo. Por supuesto, padre siempre omite voluntariamente ese detalle.
Me levanto de la mesa sin abrir la boca y salgo de casa con la cara ardiendo de rabia. Bajo las escaleras de cuatro en cuatro hasta llegar al último tramo. Me dejo caer sobre los peldaños de mármol blanco. Desde ahí puedo ver la pecera de cristal desde la cual Emilia tiene controlado el portal y, frente a ella, el lujoso ascensor, cuya verja está decorada con líneas sinuosas y unas flores demasiado ostentosas para mi gusto. Justo delante de mí hay una puerta de madera lisa sin ningún tipo de cartel ni identificación.
Cuando éramos pequeños, Cisco me contaba mil historias distintas sobre lo que escondía aquella puerta, cada cual más escalofriante que la anterior. Por supuesto, todo el misterio que oculta es la cocina y los dormitorios del servicio de la familia que ocupa el piso principal. O, al menos, eso es lo que dice Emilia.
Aunque mi casa está sólo tres pisos más arriba, tengo la sensación de estar en un mundo completamente distinto. En el fondo, supongo que lo es; este es el tranquilo mundo de los ricos, que se va desvaneciendo a medida que uno sube las escaleras. El mármol deja paso a toscas baldosas grises y toda decoración desaparece. Por desgracia, ni siquiera puedo robar un poco de la tranquilidad del rellano de ese mundo. Cisco aparece de la nada y se sienta junto a mí.
—No le hagas caso. Sabes que nadie te culpa.
—Es que no tuve la culpa. Me echaron a mí como podría haberle tocado a él.
—Supongo que aceptarás el trabajo —susurra. Emilia aún está en la portería, y seguro que tiene la oreja puesta en nosotros.
Me encojo de hombros y suspiro. No sería la primera vez que trabajaría de niñera, y aunque la familia para la que trabajé quedó muy contenta con mis servicios, no puede decirse lo mismo de mí. Me gusta cuidar niños. El problema viene cuando estos niños son ricos. O, mejor dicho, cuando saben que lo son, porque se creen con el derecho a hacer lo que les venga en gana. De todos modos, sé que lo que yo quiera no importa. Así pues, asiento en silencio.
—Vamos arriba —me insta con una sonrisa nerviosa. A padre no le gusta que salgamos por las buenas, y mucho menos si estamos hablando de algo importante. Y el dinero, claro está, es lo que más le importa y preocupa.
Me levanto para seguir a mi hermano. Antes de subir el primer escalón, me vuelvo instintivamente hacia el portal. En ese momento entra el chico con el que Carme ha chocado antes. Levanta la vista y al sorprenderme mirándolo se detiene un segundo. Resguardado bajo la sombra que le ofrece su sombrero, hace una mueca irónica y alza el mentón.