Selene

Mientras la carreta avanzaba entre los insultos, Selene cerraba los ojos y, cada vez que los cerraba, volvía a ver a la mujer de su sueño, tal y como la había visto en el calabozo, inclinada sobre el aparato misterioso, moviendo los labios y los dedos. Y luego abría los ojos y veía de nuevo las antorchas y se sentía cansada, muy cansada, tan cansada que nada le importaba, tan cansada que deseaba sólo que todo acabase de una vez. Sabía que la droga le haría efecto, que ya le estaba haciendo efecto y la llevaba de nuevo a un ensueño donde ella no era ella sino otra y vivía en un mundo extraño con pájaros de metal que te conducían por caminos tan lisos como la arena de la playa. Allí había muchas mujeres que curaban y vestían de blanco como sacerdotisas. Ella estaba también ante el fuego, aunque no era el fuego de una hoguera, sino un resplandor más grande. Era una gran casa de piedra la que ardía. Una casa que ella no había visto nunca, frente a la capilla de la Magdalena donde estaban ahora las huertas. Todo era distinto en su sueño. Sólo la capilla y ella eran lo mismo. Selene estaba entre los esqueletos de la cripta y descubría el cofre y el libro con la carta a su hija, la carta untada con el remedio a todos los males que ella misma había hecho ocultar. Y ahora, con ojos desorbitados, abría la pequeña gaveta del muro y veía…

… el pueblo de los cojos formado como un ejército, en torno a los matones y al peor de sus enemigos. El humo del incendio con el que ardía su casa se le metía a Ainur en los ojos. Le caían grandes lagrimones. Se sintió desfallecer. El cielo fue el suelo. Las manos se le cayeron a lo largo del cuerpo, que se desmadejó como si al títere le hubieran finalmente soltado los hilos. Cerró los ojos y, cuando los abrió, vio que iba en una carreta entre una turba de caras sucias y mal peinadas. Una multitud vestida como para un baile de carnaval. Había animales, niños harapientos, caras picadas por la viruela. La carreta avanzaba por una calzada desigual y, más que los insultos le afectaban los olores a orines, a boñigas, a queso agrio. Regueros negros de aguas fecales bajaban a encontrarse con las ruedas de la carreta. Vio un gran cadalso en el que estaba apilada la leña de una hoguera, junto a él esperaban sombras siniestras… Sacudió la cabeza. Ainur quería despertar de aquel sueño y volver a la realidad, aunque la realidad fuera aquel otro fuego que la había hecho soñar con éste: el fuego real de la casa de la viuda Rius, que había sido su casa, la única que tenía en el mundo. El peligro real de los matones y del pueblo enloquecido. Apretó los párpados con fuerza. Tenía que recuperar la conciencia si quería escapar y salir con bien. No tenía coche ni sabía conducir, pero al abrir los ojos no vio ningún vehículo, sino la carreta y los bueyes, algunas gentes se aproximaban a caballo. Reconoció el lugar. Era la misma plaza donde estaba su casa. Reconocía la capilla de la Magdalena. Su casa no estaba allí y en su lugar se extendían huertas y sembrados y eras. También el mar era el mismo, pero su olor llegaba mucho más fuerte, arrastrando el olor de los sembrados y el olor a quemado, sin llegar a vencer la pestilencia a muerte. Pronto vio que procedía de una hoguera apagada, donde un fantasma calcinado pendía con un gran cartelón. Estaba demasiado lejos para leerlo. Si lo que veía era un sueño, tenía que despertar, porque el peligro aquí era soñado pero el otro peligro era real. Abrió otra vez los ojos y volvió a sentir el traqueteo de la carreta. Era una ceremonia antigua. Ofrecían una víctima para el sacrificio, para aplacar a los dioses que dormían en sus tripas. Alguien que pagase por todos, que muriese en su lugar.

El gentío se impacientaba. Sonaban silbidos y menudeaban los insultos. El verdugo se balanceaba sobre sus pies, como si estuviera aburrido. La tea en ristre mientras el escribano se rascaba la cabeza, mientras esperaba al pie del palo por si se produjera alguna confesión digna de anotar. Él fue el que dio cuenta del milagro. La multitud babeaba ante la inminencia del sacrificio como un perro ante un bocado exquisito. Voceaban, brincaban. Una mujer embarazada ponía los ojos en blanco y un hombrecillo con joroba bailaba una especie de jota. Los viejos alzaban los brazos, los niños pedían ser izados en ellos. Un fraile grueso comía buñuelos con tranquilidad. El inquisidor no llegaba. Por fin llegó un sacerdote que murmuró algo en el oído del otro. El verdugo arrimó la tea a los maderos y las llamas florecieron como una amapola. Se tragaron a Selene con un rugido de león hambriento y un crujido de grillos. Se hizo el silencio por un momento. Todos aguardaban para oír los gritos de la bruja. Selene tenía los cabellos sueltos y la luz del fuego parecía nimbarla como si fuera una corona. Las llamas subían por sus tobillos. Ella no parecía sentir dolor alguno. Su cara estaba serena, sus labios entreabiertos. En ese momento se abrió su boca y no dejó escapar un grito sino un cántico que se apagó cuando el fuego se apoderó de sus cabellos.

Al oír aquel sonido que nunca habían oído, como el de un arpa, la multitud que había gritado volvió a guardar silencio. Una mujer cayó de rodillas sollozando:

—¡Santa! ¡Santa! ¡Santa!

Y la multitud respondió como un eco.

—¡Santa, santa!

Todos estaban sobrecogidos por la belleza y la dignidad de la mujer entre las llamas. No cabía duda de que los ángeles o los diablos la habían salvado del dolor, y ahora les parecía que se elevaba sobre ellos, que ascendía como el humo hacia el cielo.

Sienten como si les hubieran crecido las piernas, los miembros que les faltan les penetran ahora húmedos como el deseo. Consuelo siente que le está creciendo desde el muñón una pierna de placer.

Todo lo que no tienen se ha convertido en una lengua de fuego. Los recorre, los traspasa. Las piernas amputadas crecen, crecen, son más altas que las montañas, se funden con las nubes y ellos, nosotros somos más altos que las montañas, estamos sobre todo. Somos todo.

Miramos el mundo desde arriba y por vez primera lo amamos, vemos cada poro de la piel del otro y deseamos tocarlo, poseerlo, hacerlo una parte de nosotros mismos, porque somos como las nubes y el otro es agua, es el agua que nos falta para apagar nuestra sed. Labios con labios, piel con piel, tullido con giganta, forastero con tendera, altos con bajos, siniestro con dama madura. El mundo entero es un muñón que crece hasta abarcarnos por dentro.

El día en que Selene y Ainur se encontraron en el fuego, el día en que sus miradas se cruzaron a través de ese río turbulento que llamamos Tiempo, el día en que Ainur estuvo a punto de perecer fue un 24 de junio, cuando más altas estaban las hogueras de San Juan en todos los pueblos de la costa y en el norte donde nunca es de noche, pero no en este pueblo. Dicen que aquí no volvieron a encenderse las hogueras desde la quema de la santa o la quema de la bruja, que en esto nadie se pone de acuerdo. Lo cierto es que teníamos mejores usos que dar a la leña. Era un día ventoso, con nubes que se apiñaban como racimos de uva. Selene nunca lo olvidaría: el último día de frescura, a partir de ahí el calor duraría para siempre.

En medio del estruendo de lenguas que se enroscaban, de piernas con brazos y brazos con piernas, Satán salió corriendo despavorido como alma que lleva el Diablo. Como pude conseguí desasirme del abrazo de la tuerta Consuelo que intentaba en vano morder mis labios en un largo y viscoso beso que nada tenía de casto. La tiré al suelo y salí tras él. Mi perro movía el rabo y ladraba alegremente como si hubiera visto a un amigo. Consuelo corría tras de mí con su única pierna llamándome con dulces nombres. Juntas llegamos al viejo crucero. Vimos cómo el gran perro negro desaparecía en la niebla. Con él se fue la borrachera de luz que nos había consumido. Consuelo, que estaba intentando lamerme el cuello, se desasió violentamente y escupió con asco en el suelo.

Todos vieron aparecer al gran perro negro. Más tarde dirían que era el Diablo.

Surgió del humo de la hoguera, o de la nada, porque el humo no es, es aire de algo que fue.

Y la hoguera estaba ya medio consumida, pero a nadie le importaba. El pueblo, que había caído de rodillas, se retorcía ahora en el suelo. Habían sentido como si sus pechos se derritiesen, como una herida de luz que les traspasaba. Aquello era la prueba más irrefutable de la santidad de aquella mujer. Mientras fueron capaces de hablar, muchos encomiaron su comportamiento durante los días de la peste que había salvado a tantos. Luego ya no hablaron, la sensación de comunión con el mundo, de que eran fuego, de que eran humo, dejó paso a un éxtasis, a un gemido. Todos éramos uno, Consuelo y yo, e incluso el alcalde de Idumea que se arrastraba hacia mí, me llamaba hija mía, me besaba la mano y yo lo amaba. Todos habíamos bebido el agua con las palabras de Selene sin saber que eran nuestra carne y nuestra sangre. Ahora comulgábamos todos. Todos éramos uno, nos pesaba haber pensado tan mal los unos de los otros, haber dudado, habernos hecho daño, cuando siempre habíamos estado allí, a punto de ser descubiertos por el otro, escondidos detrás de nuestra piel como si fuera una muralla, con los mismos miedos, los mismos deseos, a punto de tocarnos como ahora, de gozarnos como ahora y sin poder hacerlo, presos de nuestro miedo, de nuestra repugnancia por las pequeñas cosas que nos han separado, sin ver este maullido que nos une, que nos une para siempre, porque la luna llena crece dentro de nosotros, y ya no olemos el fuego. Ya no temo las pistolas de los matones. Uno yace con Consuelo y el otro lame la oreja del siniestro. Tienen desabrochada la bragueta y están tendidos en el suelo. No pueden hacerme daño porque me aman, del mismo modo que yo los amos, porque están, todavía, vivos con mi misma vida.

Miré a la multitud. Allí debían de estar muchas personas a las que yo conocía, personas a las que había curado, alguno incluso al que le salvé la vida. Los busqué pero no reconocí a ninguno. La muchedumbre era un solo rostro, un solo gesto repetido mil veces. Ojos brillantes, bocas abiertas. Todos eran un mismo grito.

Se desgañitaban y yo no oía lo que decían. Un viento dentro de mí se llevaba sus palabras. Me pregunté si la droga sería suficientemente poderosa. Había puesto todo lo que quedaba. Era tan fuerte que podría matarme. Era todo lo que me quedaba por hacer, darme muerte por mi mano y no por la suya, pero no sabía si las hierbas serían más fuertes que el fuego. Si yo sería más fuerte que el fuego.

Vi el cielo. Había grandes nubarrones que se arremolinaban como jirones de una vida, la mía, convertida en humo y rabo de nube. Me quedaba muy poco tiempo, tenía que dejarme flotar, volar en la adormidera por encima de las nubes. Mirar una nube y ver mi vida entera. El mundo entero. Ahora el cielo era rojo y en él estaba colgada mi vida. Como ropa puesta a tender, veía los retazos y buscaba un dibujo, un patrón. Cada uno de mis pasos me había acercado más a este momento. Había tenido tanto miedo.

Por fin estaba a salvo del miedo. Al fin ya no podrían hacerme daño. Ya me lo habían hecho. Me veía buscando lino para aliviar la agonía de mi tía Milagros en el fuego. Ella había gritado, no era su grito, no era el grito de un ser humano, era el grito de un animal despedazado. Hasta aquí ya no llegaban sus gritos. En el sueño de la adormidera mi tía sonreía en la hoguera como yo.

En el rojo del cielo los niños me tiraban piedras y me hablaban de mi padre, el herrero. Veía al bachiller dándome el agua bendita y al inquisidor inclinado sobre mí. Vencía al cazador de brujas en el arroyo. Vi a mi hija a la que nunca había visto y era pelirroja como yo. Encontré al médico judío, mi hermano en el fuego, y consolé a Casilda de sus remordimientos. Todos estaban allí. A salvo. Al otro lado del fuego.

Consuelo y los gigantes cojos y el farero y el Señor Oscuro, mi abuela y el cartero siniestro, todos danzaban en torno al fuego y no necesitaba preguntarle a Selene si era cierto que el joven inquisidor envenenó las fuentes o si no es más cierto que vertió el brebaje en el agua bendita o si lo mezcló con el aguardiente de Consuelo. No necesito preguntarle nada porque yo soy Selene y con Selene muero.

Hay quien dice que todos murieron por mi culpa pero yo creo que no fue así. Creo que durante tres días y tres noches la plaza del pueblo se convirtió en la plaza del aquelarre. Follaron los viejos con los jóvenes y los jóvenes con los más jóvenes. Los viejos sintieron ansias de jóvenes y los más jóvenes creyeron tocar el cielo. Era una hoguera de pieles consumiéndose a fuego lento, todos sus cuerpos como un gran ojo retorciéndose de placer en la plaza del pueblo. No sentían la frialdad de las losas del suelo porque todos ellos eran fuego.

Entonces,

vi al perro.

Mi alma

volvía.

LA VOZ DEL NORTE

REDACCIÓN

El ex alcalde de Idumea, que protagonizó un famoso escándalo por acoso, recluido en un manicomio

El polémico ex alcalde de Idumea, que saltó a la fama por haber perdido el primer caso por acoso sexual y laboral y que últimamente era habitual en las tertulias televisivas y radiofónicas, ha sido recluido en un centro asistencial para enfermos mentales por orden del Juzgado de Instrucción nº 2 de Madrid. La medida se tomó ante sus delirantes declaraciones ante los medios en los últimos días en las que aseguraba haber sido víctima de brujería, haber volado por los aires y haber visto al Demonio con la forma de un perro negro. El alcalde, que reconoció que su intención era «dar su merecido» a su acusadora, la famosa Ainur, que sigue en paradero desconocido, aseguró haber visto a la misma volar por los aires cuando intentaban prender fuego a su casa. El fiscal ha descartado intervenir en el posible delito por considerarlo fruto del mismo delirio. En el momento de escribir estas líneas, no ha quedado claro si es una nueva forma de llamar la atención del ínclito alcalde y líder de la Plataforma contra las mentiras de las mujeres o si se trata de una verdadera demencia. Un grupo de una decena de partidarios se manifestó en los exteriores de la Fundación Jiménez Díaz al grito de «Nosotros somos los maltratados», «Mujeres a la cocina». La pequeña manifestación se disolvió sin incidentes.

La multitud arrodillada vio llegar un pájaro de hierro, un armatoste enorme como una máquina de las catapultas con aspas que giraban. Unos dijeron que venía del averno, porque le acompañaba un rugido infernal, otros, sin embargo reconocieron que era la ira de Dios por haber quemado a una santa. Un viento huracanado azotó la plaza. Hizo volar las tocas de las mujeres y los cabellos de las doncellas. El gentío gritó despavorido. El pájaro descendía en círculos titubeando, como si hubiera bebido. Todo el mundo se postró de bruces en la tierra. Algunos se atrevieron a atisbar por entre los puños cerrados con los que intentaban proteger su rostro del estruendo. Los más no osaban abrir los ojos por temor a caer fulminados. Unos pocos, entre ellos el inquisidor Samuel de la Llave, se quedaron de pie y trataron de mirar a la muerte a los ojos.

Sólo que de cerca la muerte no tenía ojos, tenía ventanas. Se abrieron y descendieron dos ángeles según unos y dos demonios según otros. Llevaban ropas verdes con manchas oscuras que no se parecían a ningún ropaje que hubieran visto antes, incluso tres mercaderes venecianos que se hallaban de paso y se habían desviado de su camino para ver la ejecución fueron incapaces de reconocer el origen de aquellos extraños trajes ajustados. El pájaro se había posado en un extremo de la plaza. Casi tocando el árbol de fuego donde el cadáver de la bruja santa estaba inmóvil y negro, la hoguera humeaba sin entusiasmo y el fuego era ahora bajo y taciturno. No había sido una buena hoguera, pero a nadie parecía importarle ahora. Los hombres caminaron unos pasos y levantaron del suelo a una muchacha en la que nadie había reparado. Ahora todas las miradas cayeron sobre ella y los que tenían los ojos cerrados los abrieron ante los empellones de sus vecinos. Ella también vestía extraños ropajes, tenía los cabellos rojos desgreñados. El pájaro seguía haciendo girar sus alas que eran como aspas, y el cabello rojo tremolaba como una bandera. Pero no era esto lo que les llamó la atención, sino que desde esta distancia la mujer parecía la misma que la que estaba amarrada a la hoguera. Quizá fuera la misma porque ya era imposible reconocer su cuerpo calcinado. Los dos seres del cielo y la mujer cruzaron unas palabras, luego, los mensajeros volvieron al pájaro y la izaron hacia él levantándola de las manos. Algunos volvieron a ver al perro negro, que de un gran salto se izó sobre el aparato infernal: pájaro o mecanismo, que todas esas explicaciones se dieron luego. En ese momento la multitud volvió a rugir:

—¡Santa, santa, santa!

Se desató un viento terrible que lo borró todo, las buenas gentes se encogieron y agarraron a sus hijos, pidieron perdón por sus pecados y se doblaron ante aquel viento. El fragor era insoportable. Se asemejaba a mil batanes que tañeran a la vez, era como un estruendo de miles de piedras que caían. Todos pensaron que había llegado su última hora. Se disipó el viento y alzando los ojos vieron que estaban aún vivos y que el pájaro se alejaba volando torpe por el cielo.

INTERROGATORIO DE CASILDA CIFUENTES

Ante Dios Nuestro Señor y en esta Villa de las Asturias de Oviedo, estando los señores inquisidores don Lisardo Lombardía y don Mauricio Lapuente en su audiencia de la tarde, ordenaron comparecer ante sí a Casilda Cifuentes de sesenta y dos años, natural de San Martín del Valledor, que juró en forma debida decir toda la verdad.

Preguntada por la razón de su presencia en el quemadero la tarde de los acontecimientos que están siendo indagados y de su relación con la relajada Selene Martínez de Córdoba, la atestante manifiesta que la interfecta le salvó la vida y la hacienda curándola de unas fiebres, y que ha sido su mejor amiga en esta vida y en la otra. Preguntada si no teme que la acusación de brujería caiga sobre ella, declara que ya ha sufrido los interrogatorios del santo Tribunal, que es viuda y piadosa y ha hecho donación a la Santa Madre iglesia de todos sus bienes, como es sabido de todos, por lo cual el Alto Tribunal declaró su inocencia dejándola ir. Preguntada por su opinión sobre los vergonzosos acontecimientos del veintitrés te junio, noche te San Juan, en el quemadero, la testigo afirma que Dios y Nuestra Señora obraron un milagro poniendo de manifiesto la santidad de Setene, martirizada por su virtud, en cuanto a los excesos que nos han sido relatados declara que ella sólo vio la gloria de Dios y a Selene subir a los cielos en cuerpo y alma. Niega haber presenciado concupiscencia alguna, diciendo que tales sueños lujuriosos se hallan en la mente de los interrogadores. Reprendida por este tribunal dice que no ha querido ofender, que errar es humano y perdonar es divino y otras sandeces que este escribano se niega a transcribir. Preguntada si vio a Satanás en la figura de un gran perro negro, la declarante dice que vio al perro que no es Satán aunque se llame así sino un perro que la relajada tuvo en su juventud y que hace tiempo andaba perdido y que ella, Casilda Cifuentes, cree que apareció para dar ánimos a la acusada y acompañarla ese día. Interrogada de nuevo acerca del motivo de su presencia junto al palo donde recogió algunos restos de la saya de la relajada, niega haberlos recogido como reliquias, aunque podrían serlo si la Santa Madre Iglesia admite la santidad de la ejecutada, reprendida por este tribunal dice que la razón más importante de estar junto al palo fue acompañar a su amiga en amanecer tan triste y que si le hubieran permitido morir en su lugar también lo habría hecho. Sin embargo por la misericordia divina su amiga fue raptada por los ángeles y ni se dio cuenta de su presencia ni de la del fuego porque se hallaba ya —dice la interfecta— en presencia de Dios.

Preguntada la atestante cómo puede ser que Dios favorezca a una bruja condenada por la Santa Madre Iglesia, la anciana Casilda responde que Dios Nuestro Señor ve lo que está oculto y conoce lo que no ha sido revelado. No se para en las apariencias sino que juzga los corazones, razón por la cual todos estamos sujetos a su juicio, que es el único verdadero.

El Tribunal usa su misericordia con ella que apenas puede andar ni moverse y no entabla proceso ni causa alguna, sino prohibirle que siga difundiendo el bulo de la santidad de la tal Setene para lo cual se le ordena guardar secreto de todo lo acontecido en el quemadero so pena de excomunión.

Fui presente yo, Pablo Álvarez, escribano.

(Declaración de Casilda Cifuentes, costurera, en el informe sobre los extraños acontecimientos que acompañaron a la ejecución de la condenada y relapsa por brujería y tratos con el Diablo conocida como Selene).

Nos dijeron que había un incendio forestal, pero ya vemos que sólo es una casa que ha ardido. Alguien llamó a comandancia. Este pueblo está demasiado cerca del Parque Natural.

El helicóptero se alzó por encima de los cuerpos que yacían desnudos o a medio vestir, cuerpos que se agitaban como extrañas flores desde esta altura, brazos con piernas ajenas y piernas con troncos que no les correspondían. Todos gruñían y el olor a sexo era tan insoportable que incluso a esa distancia aturdía a los ocupantes del helicóptero.

—Parece una orgía. Tienen una curiosa forma de celebrar las fiestas patronales.

—Eso no es de nuestra incumbencia. No deberíamos haberla dejado subir al helicóptero.

—Bueno, ella era la única que estaba vestida.

—Y despierta.

—Nos lo pedía con tanta desesperación, que teníamos que socorrerla. Y parecía tan desvalida… No podíamos dejarla allí.

—¿Y el perro?

—Tampoco podíamos dejarlo allí, a mí me gustan los perros.

—¿Qué hacemos con la chica? ¿La llevamos al hospital o a la comisaría?

El helicóptero dio una vuelta más sobre la iglesia, voló por encima del camposanto en el acantilado y sobre el mar que rugía blanco y negro. Dejó atrás la casa del Señor Oscuro y el crucero que marcaba los puntos cardinales y siguió volando hacia los montes azules, y hacia el siglo XXI, sin cambiar el rumbo.

Abri los ojos y vi que la tierra había desaparecido bajo mis pies. Oí un ruido ensordecedor. Estaba volando. Sobrevolábamos el mar donde había visto por última vez al farero. Deseé que desde el fondo del mar fuese el primer hombre en tocar la Luna con sus guantes rojos. Vi los tejados de pizarra del pueblo y las ruinas humeantes de aquella casa donde nunca entraba la luz. El tejado estaba derruido y el sol y las nubes entraban a raudales. En algún lugar debajo de mí estaba lo que quedaba del Señor Oscuro. Siempre había temido la luz y la luz del rayo se había vengado al final. Vi a seres como hormigas que se agitaban. Me había levantado, por fin, sobre Consuelo, que seguiría moviendo los hilos del pueblo como una araña o como una reina. Volaba sobre Gago, el cartero siniestro. Y sobre los gigantes rubios. Sobre los malos y sobre los buenos. Desde aquella altura la maldad y la bondad no se diferenciaban tanto. Volaba sobre la plaza del pueblo, sobre la pira de Selene, sobre su triunfo final en el futuro y su terrible derrota en el pasado. Volábamos. Era difícil saber si todo había sido un efecto de las hierbas mágicas o de las palabras de la comadrona. Una alucinación o una profecía. O las dos cosas. Cualquiera de aquellas sombras que se agitaba en el verde podría ser el caballo de Samuel de la Llave, huyendo con mi antepasada en su regazo hacia otro lugar donde no fuéramos malditas.

Durante mucho tiempo no quise volver al pueblo y viví temiendo que alguien me encontrara. Me daba la vuelta cada vez que oía unos pasos detrás de mí. Veía el rostro del Señor Oscuro en los charcos, en el negro del café de todas las mañanas, en la cara de un desconocido al que seguía hasta que de repente se convertía en otro. En todas las superficies lisas donde los cuerpos se repiten, vi una y otra vez la cara del Señor Oscuro, hasta que un día, del mismo modo que habían cesado los anónimos y los animales muertos, sin que hubiera un motivo, dejé de verlo.

Algo crecía en mi vientre, algo que me llenaba de esperanzas y temores. Algo que quería salir a la luz. Era el principio de todo. Dentro de mí latía el corazón de un hombre muerto.

Entonces quise volver al pueblo, partí hacia él todas las veces y no lograba encontrarlo. Al llegar a un punto de la carretera perdía su rastro. Un pueblo no puede huir. O eso dicen. Seguía existiendo el letrero, pero yo siempre me perdía y acababa en un acantilado. Una vez conseguí entrever el pueblo entre la niebla, pero no logré llegar hasta él. Mi psiquiatra dijo que eso quiere decir que mi subconsciente teme volver. En ese caso, le respondí, puedo asegurarle que el subconsciente, si alguna vez lo he tenido, me lo dejé olvidado, exactamente en ese lugar. Ya no tengo visiones. Me he convertido en una aburrida persona normal. Por eso no tengo miedo de volver. Y sé que el pueblo existe. Sigo siendo propietaria de una casa que soy incapaz de encontrar. Cada vez que intento llegar, me pierdo en la niebla.

Sé que el pueblo existe

sólo que no soy capaz de volver.

Todo comienza con la creación del mundo. El principio de este mundo es un latido. Un latido que crece y crece. El gran Big Bang. Dos células invisibles, después cuatro; a las pocas horas, ocho. Comienzan a latir. Comienzan a vivir.

Lo primero que oímos es ese gran corazón.

Somos tan pequeños y él tan grande…

Y nace Dios. Dios es lo que siente el corazón pequeño cuando palpita el grande.

Y todo comienza.

Todo acaba.

Dentro de nueve meses daré a luz al hijo de un hombre muerto.

Oiga, y esto, ¿dónde va a salir publicado?

¿Y de dónde es ese periódico para el que usted dice que trabaja?

Ya me avisará cuando salga, para que yo le diga a mi sobrina la de La Coruña. No, de ese periódico no he oído hablar. Yo no digo que no sea tan importante como dice, pero es que, sabe usted, aquí no llegan muchos periódicos. Ni periódicos ni nada. No llega nada ni nadie. Estamos al final de la carretera. Desde aquí ya no se va a ninguna parte. Para venir aquí, uno tiene que querer venir aquí. Algunos llegan perdidos. Ésos se van pronto. Usted no parece de ésos.

Váyase ya, que está oscureciendo, no vaya a perderse con tantas rotondas. Y, si se pierde, no pasa nada. Puede pasar la noche aquí. No hay hostal, pero alguien le dará posada. Yo misma podría hacerlo, aunque no sé si debo. Por el qué dirán. Soy soltera, sabe. Váyase, váyase ya y vuelva cuando quiera.

Yo lo estaré esperando.