Ainur

Ellos van de casa en casa leyendo los nombres de los brujos. Son una muchedumbre. Reconozco a Consuelo con su ojo de cristal y su pata de palo y a los gigantes rubios. Se han detenido en la casa del Señor Oscuro. No se atreven a pronunciar su nombre. Vienen hacia aquí.

Se detienen delante de mi casa. Llevan bidones de gasolina, y comienzan a rociar la casa. Pienso que en ese momento voy a despertarme, pero no me despierto.

Está todo el pueblo. Desde que apareció el ahogado, me culpan de la muerte del farero.

Y también están los forasteros. Los reconozco. Visten de oscuro y son demasiado altos, con el pelo cortado a cepillo, como si todavía estuvieran en el campo de entrenamiento. Ellos me culpan de otras cosas.

Las llamas suben y se clavan en mí y entonces me despierto.

Y allí están casi como en mi sueño.

Sólo que todavía no han llegado a la plaza, todavía están al principio de la calle. Casi no se les ve. Se ven fuegos que danzan como los fuegos fatuos del cementerio. Como los ojos de un monstruo en la oscuridad. Si no lo hubiera soñado, no sabría que son antorchas. Caminan en silencio, vienen hacia aquí. No tengo manera de huir, ni cómo esconderme. Quemarán mi casa conmigo dentro. Y entonces se detienen, doblan la esquina. Tardo unos segundos en comprender que van hacia la casa del Señor Oscuro. Y me quedo paralizada hasta que veo las llamas que se elevan hacia el cielo. Alumbran la noche oscura. La pueblan de animales de humo. Fantasmas negros que huelen a quemado ocultan la luna.

Antes de que mi mente lo comprenda, mis piernas han comenzado a moverse. Parece que se agitan sin orden ni concierto, como si se hubieran vuelto locas. Respiro un aire fuerte que huele a asado, a carne que se dora lentamente al fuego. Me recorre un escalofrío. Tardo en darme cuenta de que estoy fuera. Corro.

En la oscuridad. Hacia delante. Huyo. De mí, de todos. Los árboles son brazos. Las ramas bajas me arañan la cara. Sombras alargadas. Puertas que no cierran bien, que no abren bien. He conseguido abrir la puerta del memento mori a duras penas. La llave se enquista en la cerradura. Y ahora no se cierra desde dentro. Estoy apoyada contra ella con toda la fuerza de mi respiración. Al final oigo un clic. La puerta se ha cerrado. La tumba se ha cerrado. Corro en la oscuridad buscando una cerilla en mi bolsillo, una cerilla para que se haga la luz, pero no la encuentro. Soy ciega. Por más que abro los ojos, soy ciega. Piso algo muerto y grito. Lo toco con la mano. Es una rata muerta. Creó que es una rata, pero podría ser cualquier otra cosa, pequeña y maligna. Más alivio que asco…

Ciega. Algo me agarra los bajos del pantalón, me atrapa. No puedo moverme. Noto el hueso, la mano descarnada. Forcejeo. El corazón es como un helicóptero. A punto de estrellarse. Grito, grito, grito. La mano de hueso no ceja. Algo se rasga. Y caigo hacia delante.

He caído de bruces entre los esqueletos de los príncipes niños. Un esqueleto sujeta un trozo de tela como una bandera. Es lo que queda de mi pantalón. Ya no estoy ciega. La claridad de la luna llena la cripta. Veo que la roca tiene una rendija, como un ojo en la noche. Hubiera podido morir de miedo. Me muero de risa. Y entonces veo el misal en las manos del niño, el cofre abierto, el frasquito lleno de arena negra, el legado de Selene…

El legado… Había pensado que no existía, que era una invención del Señor Oscuro.

Apenas puedo leer lo que dice:

He muerto y he resucitado.

Has muerto y has resucitado. Sabes que las palabras son poderosas. Sabes que las palabras son mágicas. No lo olvides. Has muerto y has resucitado.

Leí otra vez la carta de Selene. Me pregunté cómo habría hecho para conseguir vitela tan fina en la cárcel. Vitela. La piel de los corderos no nacidos. Un crimen a cambio de unas palabras. Palabras para mí. Esa carta dirigida al futuro se había convertido en mi única esperanza. Si había algún modo de salvar la vida, estaba escrito allí. Las letras danzaban un baile macabro. Temblaban delante de mis ojos como la luz de las cerillas, a cuyo resplandor leía fragmento tras fragmento. Con miedo, con esperanza, como ante una oración o una sentencia.

Aquí y allá la tinta se había borrado. A veces la caligrafía era incomprensible.

Volví a leer lo poco que comprendía.

He muerto y he resucitado.

Has muerto y has resucitado. Sabes que las palabras son poderosas. Sabes que las palabras son mágicas. No lo olvides. Has muerto y has resucitado.

A decir verdad, no comprendía nada.

Nada de nada.

Estoy sentada jugando al corro con los niños que nunca crecerán. Estamos en el País de Nunca Jamás. Es un país de hueso, donde crecen las tibias como flores y las calaveras sonríen para siempre.

Los niños también sonríen con su blanda calavera de niño y sus fontanelas abiertas, como si esperaran todavía la inspiración de una idea. Sus cráneos abiertos respiran hacia mí, sonríen y me tienden las manos. En una de ellas brilla un anillo, las otras sostienen un cofre. Llevan sus mejores vestidos y están aquí, conmigo, para siempre, juegan conmigo a que no están muertos. Con cada sombra se mueven y chillan como lo que son, como chiquillos.

En mis viajes, hace tiempo, cuando yo era otra, he visto a los niños muertos crecer en los árboles. Escondidos, no en una cueva mágica, sino en el corazón del árbol. Los niños de Sulawesi crecen para siempre. Pero mis niños ya no crecerán. No conocerán la decepción, ni la traición de los amigos, ni la repetición de los amores, ni el cansancio de vivir, ni el temor a la vejez, porque ellos nunca serán viejos. Ahora juegan conmigo, intentan volverme loca jugando a que están vivos.

Con cada reflejo de mi linterna se ríen de mí y se ríen conmigo. Los hijos del conde, mis compañeros aquí abajo, escondidos para siempre, jugando para siempre. Ellos no tienen miedo. Han tocado la palabra «siempre» y era de hueso. Yo tengo miedo de ese siempre. Tengo miedo de los vivos que no respetan la palabra «siempre», porque no la conocen. No saben todavía que siempre está al otro lado, que siempre existe sólo para la muerte. Para la vida siempre es todavía.

En el País de Nunca Jamás, el País del Todavía. Busco lo prometido.

El Señor Oscuro dijo que había algo para mí aquí abajo, algo más que una madriguera.

Me he vuelto como un animal que se oculta y cree en supersticiones. Me he entregado al lado oscuro y ahora estoy en la oscuridad.

Él me habló de un bebedizo que cambia a las personas.

A los tímidos los convierte en sabios, a los aburridos en ocurrentes, a las vírgenes en cortesanas, a los cojos en gigantes…

—Estás hablando de la sidra —le dije.

—Un brebaje —dijo— por el que las compañías farmacéuticas pagarían millones.

Ella habrá dejado la fórmula escrita en algún lugar.

Me dijo dónde encontrarlo.

Los esqueletos de los condes niños llevan un cofre entre sus manos. Una ofrenda para el más allá. No ha estado nunca escondido. Siempre ha estado a la vista de la gente. Durante todos estos siglos cualquiera podría haberlo encontrado, haberlo usado o haberlo destruido.

—Es para ti, si eres tú a quien le sirve es para ti. Y si lo encuentras es porque te ha estado esperando. Como en los cuentos para niños.

—No, como en las pesadillas de los mayores.

El más pequeño de los condes niños lleva un misal entre las manos. Cae al suelo. A mis pies. El polvo de los siglos me ciega como el humo.

Es un Lazarillo edición de Flandes de 1554. El secreto de Selene es un libro.

Oyó gritos, aullidos como los de un lobo y truenos. Sus dedos consiguieron encontrar la madera en la pared, buscaron el cerrojo sin éxito. La madera se le clavó en la mano, el dolor era punzante y la reconfortó. Se había clavado algo metálico, con la boca atrapó el cerrojo y lo descorrió. El salitre silbó al entrar con el aire de la noche insuflando un poco de vida en la cueva. Era apenas una rendija protegida con una reja, desde allí se veía su casa y la plazuela, los ojos alineados con las losas que tantos habían pisado. Luego todo se llenó de pies y de pisadas.

Por la pequeña rendija en la oscuridad era difícil distinguir las caras de aquellos bultos informes que se alzaban ante su casa, al otro lado de la plazuela. Veía sólo las antorchas de brea. Resplandecían y el mundo temblaba a su luz roja. Reconoció a los cojos no por sus caras, sino por el arrastrar de sus piernas. Dejaban marcas en el barro como si fueran carretas rotas. Y, entonces, al final de la calle, vio surgir a los cuatro hombres: sombras altas y fuertes que avanzaban derechas hacia el fuego. Un relámpago iluminó el cielo y durante un segundo la escena fue clara como el día, como un cuadro o una pesadilla. Aunque había sido sólo un segundo, Ainur reconoció la sombra baja de un vientre hinchado y deforme, cuyo rostro no podría olvidar ni aquí escondida entre los muertos. La papada flácida, los ojos pequeños y crueles, la calva y los cuatro pelos peinados hacia delante. Era él. El hombre que siempre llevaba consigo. El rostro con el que soñaba todas las noches. El hombre que Ainur odiaba más que nada en el mundo. Palpó la cicatriz de su barbilla, la que él le había hecho arrojándola al suelo y al desastre sobre el baño de mármol del hotel Amigo. Era el alcalde de Idumea. Su presidente, el que la había mandado llevarle las toallas y había intentado violarla cuando ella todavía era inocente. Hacía tanto tiempo…

No se preguntó qué hacía allí el alcalde. La había alcanzado como el tiempo, como el fuego, como la alcanzaría la muerte. Ya no tenía sentido huir, ni esconderse. Se oyeron truenos. La tormenta se acercaba. Antes de que comenzase a llover, Ainur salió a la calle. Al encuentro de los que la buscaban para matarla.

Esta noche lo harán. Me quemarán viva. Parecerá un accidente. Cuando lleguen los bomberos desde Arriondas será demasiado tarde. Alguno dirá que intentó salvarme. Aprieto el libro contra mi pecho. El libro con la página mágica impregnada en los ungüentos de Selene, la que me dieron las manos de los niños muertos. Allí había estado todo el tiempo, escondida a la vista de todos. Un viejo volumen en las manos de un esqueleto. Unas letras polvorientas que el agua vuelve a la vida. La tierra a la tierra, el polvo al polvo. Las palabras de Selene… a mí.

Ella escribió una carta para su hija y para las hijas de su hija. Una carta escrita con laminaduras de plata y bañada en su ciencia. Un pergamino de vitela finísima para probar que la bruja es médica y alquimista. Las palabras de la carta disueltas en agua dan la vida y pueden quitarla.

No sé si después de tanto tiempo el bebedizo funcionará o se habrá convertido en un veneno mortal. Pero no tengo elección. Al amanecer dejaré flotar la carta de Selene en la alberca que da agua a este pueblo y esta noche esperaré a que vengan. Ya están aquí. Como en mi sueño, llevan hoces y guadañas, bidones de gasolina y cruces. Gritan y sus rostros están tan desencajados que no los conozco. En la puerta de la capilla, Consuelo les da la última arenga. Me acusa de los anónimos, de los animales muertos, del ahogado y de la muerte del Señor Oscuro. Algunos tienen miedo. El cielo es violeta y con el último grito se va la última luz. Vienen hacia aquí. Se detienen delante de la casa. Oigo rechinar las ruedas de una carreta.