Cuando me trajeron al Señor Oscuro, grité, grité hasta quedarme ronca. Caí al suelo, como si a mí también me hubiera fulminado el rayo. Me revolcaba por el suelo y trataba de golpearme con las piedras. Quería provocarme un dolor que me doliera más que aquél.
No derramé ni una lágrima.
Los del pueblo me miraron mal por ello. Oí a Consuelo que lo repetía.
—No ha derramado ni una lágrima.
Y pensé: ¿por qué habría de derramar ni un átomo de mí por él? Ese hombre me violó y yo me denigré entregándome a él. Él era mi parte oscura, la cara oculta de la luna.
Ahora que él ya no estaba, ya no quedaba nada de mí. Me había quedado sola.
De alguna manera yo le había aceptado, como aceptas con el tiempo las partes de ti que no te gustan. Lo acepté y esa aceptación fue otro de los nombres del amor.
Un amor oscuro y extraño.
Como él.
Mejor que esa nada que había dejado tras de él.
Estaba de pie sobre los acantilados del destino, haciéndome más vieja cada minuto que pasaba. Era el peor año de mi vida, peor que cuando mi jefe me mandó que le llevara las toallas, peor que cuando me violó el alcalde. Estaba embarazada y no sabía de quién. Quizá fuera del Diablo.
No sabía qué hacer. Comenzó a llover. El agua era acero que caía. Rompía mi piel y resbalaba sobre el pelo de Satán que me lamía los dedos y tiraba de mi manga, como si quisiera sacarme de allí. A mis pies, el abismo me llamaba con una voz ronca, la espuma se rompía en mil pedazos. Golpeaba contra mí y mi vientre estallaba en todas las direcciones. Aquel pueblo me había modelado, como el agua a la roca. Yo creía que era más fuerte que ellos, pero ellos eran más fuertes que yo. Ya no tenía nada que hacer allí. Tenía que irme, aunque no supiera adonde. Huir, quizá huir de mí misma.
Quién había matado a los animales? ¿Quién dejaba en la puerta de la iglesia los extraños anónimos firmados por Satán? Esa firma, ¿se refería al Diablo o era el nombre de mi perro? ¿Tenía razón Consuelo cuando me acusaba? Podría ser que yo hiciera cosas que no recordara, acciones que me pareciera imposible cometer. Creo que sé quién soy. Aunque esa certeza, como todas las demás de mi vida, ya un poco desgastadas por el tiempo, se ha hecho añicos en este pueblo azotado por el salitre y la maledicencia. Debe de haber un motivo para que me persiguieran en el trabajo, en mi comunidad de propietarios, en la escuela y ahora de nuevo. Quizá de verdad soy una persona distinta a la que creo ser y hago cosas que no me confieso a mí misma. Sólo así tendría justificación esta locura.
Desde que apareció el cadáver del farero soy incapaz de llorar. Sin embargo mis ojos lagrimean constantemente, como si tuvieran vida propia y lloraran solos, a mis espaldas.
Lloran por Selene, lloran por el Señor Oscuro, lloran por mí.
Consuelo ha reunido a todo el pueblo en su tienda. Les ha servido ese brebaje que prepara y que llama aguardiente y les ha dicho que ha descubierto al autor de las muertes de animales, la misma persona que llevó al farero al suicidio. Una mujer sin atractivo físico que ha vuelto locos a los únicos hombres libres de este pueblo. Una forastera que nos abandonó cuando era niña, porque ya entonces no la queríamos. Nunca la hemos querido ni a ella ni a su madre.
Estoy allí, escucho como si no hablaran de mí. Al fin y al cabo, ellos hablan de mí como si yo no estuviera. Como se hace sólo con los camareros y los niños muy pequeños. Me consideran de otro mundo, en el que rebotan mis palabras. Deciden votar qué hacer conmigo. Todo el pueblo lo apoya levantando la mano. Todos menos yo. Pero ha quedado claro que yo no soy del pueblo. No tienen derecho a juzgarme. Se lo digo. Se encogen de hombros. Los derechos no son su fuerte. Ellos sólo entienden de reveses. Los gigantes rubios hacen retumbar el suelo con su pata de palo. Piden justicia. El siniestro se encoge de hombros y su compañera de la silla de ruedas me guiña un ojo embarrado en rímel y lágrimas. Veo los cardenales en su cara. Ella, como muchos, se regocija de no ser la acusada. Como en la antigüedad, la maldición de los dioses siempre recae extramuros. Nada más lógico que la forastera resulte ser la acusada. Los dejo gritando, tirando al suelo servilletas de papel y diciendo tacos. No se dan cuenta de que me he ido, igual que han fingido no percibir mi presencia. Soy un fantasma. No me reconocen el derecho a existir.
Cómo he podido ser tan estúpida. Tengo que descubrir quién mató a los cuervos, a las ratas, a los conejos. Quién clavó mensajes de Satán en la puerta de la iglesia.
No importa quién haya sido mientras se demuestre que no he podido ser yo.
Convencerlos a ellos es convencerme a mí misma. Sé quién soy.