Esa noche, la noche en que pasó casi todo, el mar devolvió un ahogado a la playa. Nadie del pueblo lo conocía y nadie pudo reconocerlo al principio. Los peces le habían comido los ojos y el pene y hasta el dedo gordo del pie, pero habían respetado los contornos de su sombra, como si fuera un mapa. Lo que quedaba de sus manos estaba envuelto en los jirones de unos guantes rojos que me eran familiares.
Los peces le habían comido todos los dedos de las manos, el pene y las orejas, se habían comido sus párpados y habían respetado sus ojos abiertos. No eran ni verdes ni azules, sino del color que tiene el cielo en las tormentas y en algunas pesadillas.
El ahogado, oscuro en la playa oscura, era como una de esas ballenas que se pierden con los radares y acaban en la arena. Los radares militares emiten las mismas señales que sabrosos bancos de plancton. Los radares militares convierten la tierra en mar y la mar en tierra. Sólo que las ballenas se siguen ahogando fuera del agua. El cuerpo varado era incongruente, estaba fuera de lugar desde que había vuelto a la tierra. La tierra le había pertenecido cuando todavía era un hombre pero ahora que era un ahogado su territorio era el mar. Quizá por eso el pueblo estuvo de acuerdo en devolverlo al mar, sin llamar a la policía ni a los jueces que lo cubrirían con una manta de aluminio y harían muchas, demasiadas preguntas. Lo devolvieron al mar para que el mar fuera su tumba.
El día en que apareció el ahogado fue la última noche en que clavaron un anónimo en la puerta de la iglesia.
La última noche en que un animal muerto apareció en los escalones de mi puerta.
La última noche en la que yo me atreví a nadar en el mar.
En la doble oscuridad de su celda, adonde hacía días que no llegaba ni la luz del día ni la de un pensamiento claro, Selene se arrastró hasta la pared, que la sostuvo mientras se ponía lentamente de pie. Imaginó que una luz caía sobre ella y la traspasaba. La claridad atravesó las plantas de sus pies y, convertida en una raíz luminosa, se internó en la mezcla de mugre, agua y excrementos que cubría el suelo hasta tocar la piedra viva. Siguió descendiendo hacia la oscuridad y el frescor de la tierra, traspasó las bodegas ocultas debajo de los calabozos, atravesó un cementerio judío y las ruinas de lo que había sido un templo de Mitra, se deslizó entre los huesos calcinados y las capas de las ciudades prerromanas y llegó por fin a un terreno arcilloso que nunca había sido tocado por el hombre. Allí Selene se concentró para dejar sus peores recuerdos: el abandono de su madre, la muerte en la hoguera de su tía Milagros, la violación del cazador de brujas, la envidia del médico traidor, la larga prisión, la tortura, la espera y el miedo se hundieron en la tierra y quedaron enterrados para siempre bajo aquel calabozo. Las raíces de luz siguieron todavía avanzando varios kilómetros, hasta encontrar el corazón caliente y viscoso de la Madre Tierra: un magma líquido de fuego y energía. Y esas mismas raíces lo absorbieron hacia arriba, atravesando los cementerios muertos y las paredes derruidas. Traspasaron la mugre del suelo del calabozo y subieron por las piernas de Selene hasta el centro de su cuerpo donde los antiguos creían que estaba el alma. Luego los hilos de luz alcanzaron su cabeza y desde sus brazos extendidos llegaron a la pared húmeda de la celda. La atravesaron, ascendieron por el cuerpo de guardia, hasta las salas de tortura y, más arriba, hacia el lugar donde el gran inquisidor daba vueltas sin poder dormir en su cama de brocado. Traspasaron el tejado de madera y se alzaron hasta el cielo de la noche, hasta la luna llena que alumbraba el palacio de piedra y las casuchas de madera. Selene se esforzó en enviar a la Luna los mejores recuerdos de su vida: lo que sintió al encontrar el perro lobo, al amar al bachiller, al aprender a curar, al tener a su hija entre los brazos y salvar la vida de las parturientas. Y luego sintió cómo la luz volvía a ella como un paraguas para protegerla. Bajaba desde el techo hasta alojarse en su centro y unirse con el calor que venía del fondo de la tierra. Entonces abrió los ojos y bajó los brazos. Estaba débil y cansada, pero se sintió mejor. Y supo lo que tenía que hacer. Y descubrió que estaba condenada, no vencida.
Ainur sintió el humo sofocante, y comenzó a oír los tambores. Cerca. Más cerca. Venían del centro de la tierra. Más. Más fuerte. Los tambores de guerra. Sólo cuando sintió el frío suelo de la cripta supo de dónde venía el estruendo de los tambores.
Venía del centro de su corazón. Vio su corazón roto. Las aurículas desvencijadas como los muelles de un muñeco roto, con el vientre destripado dejando ver cuán sencillo y estúpido era su mecanismo. El estruendo de los tambores había cesado y supo que habían callado para siempre. En el silencio, vio su cuerpo tendido inmóvil en el centro de la cripta de los huesos. Los ojos abiertos. Cerrados por dentro y abiertos por fuera. Su cuerpo extendido hacia delante, como si hasta el último momento hubiera esperado una ayuda que no había llegado. Allí estaba su cuerpo desmadejado, inservible como si fuese de paja. Se le había roto el mecanismo, pero no importaba. Allí estaba ella. No sabía qué era. Vio el ventanuco abierto y se coló por él. Agitó las alas en el aire de la noche. Eran negras. Alas negras. Volaba sobre la plaza cuidando de no quemárselas. La noche era día. Los contornos del pueblo brillaban como los recortables con los que jugaba de niña. Vio a la vieja tuerta del ojo de cristal que servía a todos de una barrica de aguardiente. Vio a los matones uniformados por el miedo. Vio a su presidente, el alcalde de Idumea, sentado en el suelo y vomitando como mareado por el humo del incendio. Vio al siniestro sentado en la silla de ruedas de la siniestra. La tenía sobre sus rodillas y le tocaba las nalgas muertas. Voló sobre el cementerio y sobre el crucero y de nuevo a la plaza del pueblo. Había mucho humo y el cielo era rojo. Su casa ya no estaba ardiendo. No estaba. Y las gentes no eran las mismas, llevaban ropas extrañas. Había una hoguera que ardía en medio de la plaza. La gente estaba arrodillada gritando algo que no pudo entender. Se vio a sí misma en la hoguera, como una figura de cera, los cabellos pelirrojos en llamas, convertida en una tea humana. El fuego ardía con una gran humareda blanca y no había tocado su cara. Miró abajo y vio a Satán que ladraba alegremente. Quiso acercarse a la mujer del fuego que era ella misma. Sus ojos estaban cerrados, su boca entreabierta, por sus mejillas se deslizaban lágrimas. Trató de llegar a ellas. Necesitaba beber esas lágrimas. Sintió cómo el fuego le mordía las alas. Entonces la efigie del fuego abrió los ojos, sonrió (supo que le Sonreía a ella) y volvió a cerrarlos. Su cabeza cayó hacia un lado y Ainur vio la muerte y era fría y solitaria y olía a humedad. Abrió los ojos y aquello no era la muerte. Era la cripta de los huesos. Estaba tendida en el suelo, y tenía sangre en la boca.
Cómo había llegado hasta allí?
Recordaba la loca carrera en la noche, el zumbido de la sangre en sus oídos, el gusto metálico de la sangre en su boca. Había sentido el estómago en su boca, el corazón en sus manos. Estaba al borde del acantilado. Se paró y se dobló en dos. Nadie la seguía. Todavía tenía la llave del memento mori. Tenía que escapar con la cabeza y no con los pies. Los que la perseguían estarían distraídos. Era el momento de ocultarse en la cueva del memento mori, en la gruta de los muertos. Eso era lo que le había dicho el Señor Oscuro. Él lo sabía, sabía que aquello iba a suceder.
Quizá fuera la única salvación: ocultarse en una tumba, quizá morir en ella, sin esperanza, sin alimentos, salvarse al menos de la estupidez de aquel linchamiento absurdo, impedir el triunfo final de su presidente, romperle los dientes para que no se ría, romperse ella para no darle el gusto de romperla.
Pero no era así como había llegado hasta aquí. El camino por el que había llegado hasta aquí era muchísimo más largo y retorcido, daba vueltas sin sentido, como las que da nuestra vida. Se retuerce sobre sí misma como una serpiente y no sabemos adónde nos lleva, porque no nos lleva a ninguna parte. Y, sin embargo, todo comenzó cuando llegaron al pueblo los dos hombres altos. Vestidos de negro. Como enterradores.
O como cuervos.
Estás seguro? —le pregunté al Señor Oscuro.
—Seguro como de la muerte.
—¿Les has visto?
—Les vi rondando tu casa, dando vueltas a la iglesia, apoyados en el muro del cementerio. Altos, estirados, vestidos con trajes negros que da la sensación de que les han prestado.
—Como cuervos.
—O como policías secretas.
—Podrían ser turistas.
—¿Aquí? Aquí nos conocemos todos, y esos dos llaman demasiado la atención. Caminan, lo miran todo, preguntan a todos. Y no hablan entre sí.
—¿Crees que vienen a por mí?
—Vienen a por alguien.
—¿Qué podemos hacer?
—Si algo sucede, tienes que prometerme que harás exactamente lo que voy a decirte. Con exactitud y en el mismo orden.
—¿Por qué debo confiar en ti?
—Porque soy el único del pueblo que no se alegraría si te ocurriera algo malo.
La incertidumbre que duraría más que los huesos de Selene, más que mis propios miedos, más que la maldición de las mujeres, comenzó, hasta donde sé o puedo contar, con un cadáver que flotaba confiado hacia la playa y un gato muerto, desmadejado con los ojos abiertos.
En lo más profundo de esos ojos estaba enterrada la sombra de su asesino: ésa era la última imagen que habían visto.
Pensaba en ello mientras los escudriñaba. Pasé mi mano por el lomo del gato, como si al acariciarlo fuera a volver a la vida. Estaba muerto para siempre. Rígido y un poco pegajoso. El único reflejo que me devolvieron sus ojos fue mi cara horrorizada y el grito con el que, tras un minuto largo como un siglo, le dejé caer al suelo.
Entré en la casa y me lavé las manos. Seguían estando pegajosas y sucias. Me duché, pero ni siquiera después de enjabonarme tres veces me sentí limpia. Las palabras del anónimo me habían ensuciado mucho más que el contacto viscoso del cuerpo muerto.
Eran sólo tres palabras:
Al principio no había visto el papel. O lo había visto, pero había resbalado sobre él, atraída por el magnetismo ciego de los ojos muertos. Mirar no es ver. Miré. No vi la cosa blanca en las tripas desdentadas del gato. Cuando el gato cayó al suelo el papel saltó hacia delante, como un animal salvaje que ha esperado agazapado.
Me recorrió un escalofrío. Miré afuera, a la noche desafiante. Tenía que estar muy cerca. El que lo había escrito. Agazapado como el papel, esperando a saltar sobre su presa…
Y su presa era yo.
Y no podía quedarme quieta en mi madriguera. Cualquier lugar de aquel pueblo era una trampa. El calor llegaba nauseabundo desde el mar. Traía los olores de los cañaverales y las algas, de peces muertos arrastrados por la marea hasta la playa.
Tenía que ir a ver al único amigo que tenía en este pueblo.
La luna era grande, inmensa como una calabaza. Luna llena.
Llegué corriendo hasta la playa. A las órdenes de Selene, la Luna, las olas eran ratoncitos blancos.
Entré desnuda en el regazo del único amigo que no me traicionaría en este pueblo. Confiaba en el seno del mar cuando quería resolver un problema.
Miré hacia atrás y no vi a nadie. La playa estaba desierta. Sabía que estaba tentando al destino. Si alguien quería hacerme daño nada mejor que aquí y ahora. Mi cadáver estaría ya desnudo, ofrecido como un sacrificio.
Comencé a nadar. El mar era aceite. Lamía mis heridas. Me dejé flotar entre la espuma. El mar hablaba con su voz de siglos. Quería ser una con el mar. Dejarme flotar hasta que mi yo se disolviese en el agua, como un terrón de azúcar. Dejar de ser yo.
Ser el mar.
Flotar, flotar, flotar hacia el horizonte.
Sin pensar.
Y dejar
de
ser.
Creo que lo hubiera hecho, si no hubiera sido porque de repente tropecé con algo, negro, peludo, amenazador como una araña gigante.
Era Satán.
Tiraba de mí, hacia la orilla, hacia la vida.
Me había seguido. Y me hubiera seguido hasta el horizonte.
Mi otro amigo, celoso de mi amante el mar.
Cuando estábamos casi en la orilla Satán viró, mordisqueó mi brazo y nadé, tras él, mar adentro.
«Está bien, viejo amigo, si crees que es lo mejor, ya no caeré más bajo, ya no me harán sufrir. Abandonar es vencer, si pienso en todos los momentos felices que me esperan y los pongo en una balanza con los momentos malos, con la enfermedad, la vejez y, al final de tanta lucha, la derrota inevitable de la muerte. Abandonar es vencer. Es estar por encima de la vida. Triunfar sobre los que quieren matarte. Si muero, no hay nada que matar y ellos habrán fracasado».
Está en mi mano hacerles fracasar.
Tú has venido para mostrarme el camino.
Y por tercera vez aquella noche tropecé sin querer con un cuerpo. Algo oscuro, viscoso, claro y blando a la luz de la luna, en la noche sin estrellas.
Era un cadáver. Satán había nadado hacia un ahogado y ahora lo arrastraba hacia la playa.
Sentí que el mar ya no era mi amigo.
Porque desde el primer momento reconocí lo que quedaba de las ropas, los guantes rojos, la mueca arrancada a dentelladas por los peces.
No sé cómo llegué hasta casa. Hay un espacio rojo en mi mente. Me encontré tumbada sobre las baldosas de la cocina. Satán estaba a mi lado. Sabía que me había salvado. No sabía cómo ni de qué.
Podía imaginarme que había sido un sueño, pero algo había cambiado en mi piel. Al contacto con el muerto, había perdido algo en el agua del mar.
Si conseguía recordar qué era, quizá podría volver a hablar.
Me duché por sexta vez aquella noche, a pesar de que lo sabía. Sabía que nunca volvería a estar limpia. A pesar de todo, tenía que intentarlo.
Me restregué con el estropajo de la cocina. Todo en mí olía a muerto. Era un olor dulzón, ahora mío para siempre. Supe que no es que la suciedad se me hubiese quedado pegada al alma, es que después de aquel baño en el mar mi alma era esa suciedad. Sólo la sensación de estar sucia y el asco que me daba a mí misma impidieron que el vacío que me iba creciendo dentro me devorase.
Quería llorar pero no tenía lágrimas. Con los ojos abiertos veía una oscuridad roja.
Ha sido culpa mía. Lo sé.
Por algo que dije o que no dije.
Por no estar allí o por estar demasiado.
Tendida en el suelo de la cocina, oía gotear el grifo del fregadero. Por encima de mi nariz, el cubo de basura se erguía como un castillo.
Olía mal, pero no tan mal como yo.
Cuando conseguí levantarme, seguía viendo rojo, pero los contornos de las cosas eran lo suficientemente claros en la neblina ocre para avanzar a trompicones.
De todos modos, a donde me dirigía hubiera podido ir con los ojos cerrados.
Estaba yendo con los ojos cerrados. Cerrados para siempre a las cosas que yo solía sentir. Me había quedado ciega para las emociones. No sentía nada, mientras bordeaba la cripta de los huesos en la ermita de la Magdalena y empujaba la cancela de aquella casa donde nunca era de día.
Tú lo mataste —acuso al Señor Oscuro.
Él me aprieta muy fuerte contra él, como si yo fuera a caerme. Estamos desnudos. El vello de su torso me araña la piel. Le vuelve el tartamudeo. Cuando miente, siempre tartamudea.
—Yo no lo maté, pero deseé que muriera. En mi caso podría ser lo mismo.
—¿Por qué?
—Por ti, evidentemente.
—No me conocías.
—Oh, sí, te conozco a ti y a las que son como tú desde hace mucho, muchísimo tiempo. Te deseaba para mí.
—No me tienes ni siquiera ahora. Vete —grito.
—Sabes que no he hecho nada.
—Vete —le digo—. O yo también empezaré a desear tu muerte.
—Los del pueblo están soliviantados. Hablan. Dicen cosas. El calor los ha trastornado. Cuando encuentren el cadáver se volverán locos. No son gente de ciudad, no les importa que estemos en el siglo XXI. Ellos creen en los espíritus que degüellan animales. Mandan decir misas a las ánimas del purgatorio. Dicen que te has acostado con los dos únicos hombres libres que había en el pueblo. No confiesan la envidia que les da. Dicen que es cosa de brujería. Una pelirroja flaca y feúcha, una chica de la ciudad, que se cree mejor que ellos. Hablan de prender fuego a tu casa. No creo que lo hagan. No se atreverán. Mientras yo esté contigo. Me necesitas.
—No te necesito.
—Dicen que anoche llegaron unos extranjeros, dicen que han venido a matarte.
—Quieres asustarme como a una niña. No te necesito.
Tenía miedo de necesitarle. Hay un momento en que las costumbres se convierten en necesidades. Cuando llega ese momento, estás perdido.
Se levantó sin prisa. Me dijo que iba a jugar al billar.
Aunque fuera de noche. Aunque no fuera sábado.
Me quedé inmóvil en la oscuridad. Al poco rato volvió. Me contó que su mano derecha había ganado a la izquierda. Quizá había dejado de ser zurdo. O de ser invencible. Me preguntó si yo creía que ahora debía irse del pueblo. Había perdido la apuesta contra sí mismo, después de tanto tiempo. Me encogí de hombros.
Se caló las gafas negras y el abrigo de cuero como si la luz de la luna le deslumbrara y el calor que comenzaba a infiltrarse por los huecos de nuestra vida le dejara helado. Echó a andar en dirección al acantilado, como hacía tantas veces. Satán, que solía ir con él, se quedó pegado a mi vestido, yo le azucé para que lo siguiera. Me daba miedo que fuera solo. El gran perro negro me miró con ojos largos y tristes.
Aquélla fue la última vez que vi al Señor Oscuro.
A la mañana siguiente supe que estaba encinta.
Si algo sucede —me había dicho—; si no vuelvo, debes ocultarte en la cripta del memento mori.
Es como una tumba.
Es una tumba y una tumba es el único lugar seguro en este pueblo.