Robé o más bien me llevé prestadas las actas del proceso de Selene del Archivo Provincial ubicado en el mismísimo lugar donde había estado el Tribunal de la Inquisición que juzgó a Selene. Ahora era un lugar donde se celebraban cursos de verano y conferencias a las que no asistía nadie.
No supe por qué lo hice. Nunca en mi vida había robado nada. Y no era necesario hacerlo. Podía haber escrito allí mi tesis al abrigo de los adustos muros de aquella prisión del cuerpo que se había convertido en prisión del alma. Lo hice porque sentí que Selene era mía, que era sólo para mí.
O tal vez lo hice porque tenía miedo de la pequeña ciudad de piedra, de los pasos en los callejones en torno a la catedral, los pasos que pisaban otros pasos, que pisaban cientos de años de aburrimiento, de cotilleos, de murmullos, de Regentas. Quizá pensaba que en la pequeña ciudad los matones me encontrarían, que el pueblo de mi abuela era un refugio más seguro para mí y para la bruja del pasado y sin embargo sabía por experiencia que un libro se esconde mejor entre libros y una persona entre personas, en el anonimato de la ciudad. Mi abuela decía que las ratas y las personas se vuelven locas cuando hay demasiadas juntas. Tal vez por eso sólo las ratas y los hombres hacen la guerra. Yo me sentía como una rata en aquella ciudad. No es de extrañar que la ciudad me tratara como tal.
No encontré a nadie en la casa de los padres del farero. El portal olía a lejía y a orines de perro. Una mujer con delantal y pañuelo en la cabeza estaba fregando la acera. Parecía que toda su vida consistía en fregar la acera una y otra vez mientras las gentes caminaban, vivían y morían a su lado.
—Se han ido —me dijo—, al pueblo de sus abuelos.
Yo vivía en el pueblo de sus abuelos.
Sucede que todo el mundo tiene cuatro abuelos y el mundo tiene cuatro esquinas.
Todo lo que necesitas está aquí, delante de tus ojos, sin salir de esta casa, sin salir de este pueblo, siempre ha estado aquí, siempre ha estado en ti, sólo que no sabías encontrarlo —dice el Señor Oscuro mientras señala los baúles, la biblioteca desvencijada, la enorme casa rectoral donde no entra la luz del día.
—Quieres decir que todo lo que necesito está en mí, tú hablas de filosofía. Fue necesario salir de aquí, dejar de verte, buscar en el Archivo Histórico Provincial, y si quiero seguir avanzando tendré que ir a Madrid e investigar en los fondos de la Biblioteca Nacional.
Cogió mi mano, se la llevó a los labios y me impuso silencio. Obedecí. Pensé que era de esa forma como se hacía obedecer el Conde Drácula, él despertaba en mí la misma clase de atracción y repulsión que el Bela Lugosi al que las muchachas vírgenes abrían su ventana en las películas de mi infancia. En realidad, me importaba poco la historia de Selene, era yo la que necesitaba ser salvada.
—Lo que te voy a enseñar no debes decírselo a nadie.
—¿Por qué?
—A nadie. ¿Me lo prometes?
—No puedo prometerlo si no sé qué es.
—Confía en mí.
No conocía a nadie que me inspirase menos confianza.
—No te amo —le dije a modo de respuesta.
—Lo sé, confía en mí y no se lo digas a nadie. Nunca.
Realmente se parecía al Conde Drácula, con la capa parda que llevaba en ese momento sobre el cuerpo desnudo, moreno, musculoso, no el cuerpo de un hombre mayor sino el de un hombre sin edad, con las cejas negras y crueles y los ojos verdes brillando en la oscuridad. Hay muchas clases de vampiros, pensé y dije:
—Confío en ti, no me queda nadie más en quien confiar.
—No te arrepentirás.
—Esta fue la casa del párroco y los párrocos guardan extraños tesoros, secretos de confesión, legados de beatas, últimas voluntades de brujas…
Se había arrodillado sobre una gaveta al lado del lecho en el que yo yacía desnuda. La capa se hizo a un lado y dejó ver sus espaldas enormes, parecía un hombre de otra raza, un hombre de neandertal.
El tacto de la vitela sobre mi pecho era áspero. Estaba escrito en tinta antigua, con la caligrafía, adornada e imposible, de los escribanos del siglo XVII.
—No soy capaz de leerlo.
—Confía en mí —repitió, y comenzó a leer con su voz grave, una voz que parecía venir de las profundidades del mar que rugía a lo lejos contra el acantilado:
«… ¿Seré yo también bruja aunque no lo sepa?…». Aquí el manuscrito es ilegible, la letra tiembla… «Esta mañana han llevado a la hoguera a la vieja Penélope. En la locura del fuego, acusó a su hija de quince años. Dicen que ya la han cogido presa y que ahora está en el tormento. ¿Me volveré yo también loca? ¿Acusaré a mi hija?…».
—¿Lo ha escrito ella? Lo ha escrito Selene. Tenía una hija.
—Ya te dije que confiaras en mí. Y te equivocas conmigo. No soy el Conde Drácula. Soy el Hombre Lobo —dijo, y volvió a devorarme.
Me pregunté si había dicho algo en voz alta, luego ya no me pregunté nada.
Al Señor Oscuro le gusta dejarme mensajes en los sitios más inesperados. En el cajón de los calcetines. Entre la ropa sucia metida en la lavadora. Entre los cubiertos. Dentro de la nevera. Con mi lencería. En un cesto de frutas. Atados a la cuerda de tender la ropa.
No son exactamente mensajes de amor. A veces son muy cortos. Otras llenan folios con su caligrafía violeta, a menudo tan difícil de entender como él:
Todo es magia Todo es brujería.
Tú haces magia todos los días. En cada calle, en cada casa.
Introduces un cilindro en unos misteriosos agujeros en la pared y un sinfín de aparatos demoniacos comienzan a funcionar. Aprietas un botón y la noche se convierte en día. Aprietas otro y una caja inerte se llena de personas que hablan y se mueven, personas que están muy lejos. Levantas un pequeño brazo negro y oyes una voz al otro lado de Atlántico. Encender y apagar la luz y el ordenador, el coche o la lavadora, subir a un avión o bajar a un submarino. Todas estas cosas son normales para ti, porque has nacido en este siglo; del mismo modo, podría parecerte normal en otras circunstancias ser capaz de disminuir tu temperatura y tu pulso como lo hacen los aborígenes australianos o transmitir el pensamiento o hacer que sucedan cosas que deseas. Si hicieras cualquiera de estas cosas en el siglo XVII te quemarían por bruja, aunque quizá para quemarte fuera pecado suficiente vivir y pensar por tu cuenta.
Escucha con atención, niña pequeña —sigue escribiéndome el Señor Oscuro—, llamar a las cosas magia, brujería o ciencia y tecnología es sólo una cuestión de punto de vista. A veces, un asunto de modas. La fuerza de la vida es una. Podemos tratar de ponerle nombres. No podemos detenerla.
Y ni siquiera somos capaces de detener las fuerzas de la muerte, pensé yo, ni las que me atan a él.
Arrugué el papel y lo arrojé al cesto del carbón con el que alimentaba la cocina. Allí habían ido a parar el resto de los mensajes del Señor Oscuro. Los papeles eran muy útiles para encender el fuego en la gran cocina de carbón. Y todavía no había acabado el invierno.
El Señor Oscuro apenas hablaba. Y cuando hablaba su voz sonaba antigua. Era como si recitara. Como si repitiera de memoria algo que le habían contado cientos de veces.
Hablaba de su vida en los Trópicos como si hubiera sido eterna. Decía cosas que yo sabía y otras que jamás había oído y sin embargo al oírlas por primera vez tenían el sonido de la verdad.
Decía que los que son puros no sobreviven.
Sólo los que se mezclan, los impuros, sobreviven. Nunca llegan a saber si sobrevivir ha valido la pena.
La gente iba a verlos y los indios morían. Los mataban con sólo mirarlos. Su curiosidad les traía la gripe, la varicela, la viruela, la escarlatina: la muerte.
Cientos de miles de personas murieron víctimas de la mirada de los blancos y de los seres invisibles que viajaban con ellos. Porque los blancos tenían machetes que escupían fuego, tenían lanzas afiladas como el hambre y flechas que llegaban tan lejos como el viento, pero eso no era lo más peligroso. El verdadero peligro siempre es invisible a los ojos. El arma letal de los blancos sólo podía verse al microscopio. En algunos lugares, los indígenas se mezclaron. A veces por instinto y otras a la fuerza. Sus hijos heredaban la resistencia de sus padres violadores a los males invisibles. En América los indígenas salvaron su sangre mezclándola con la nuestra, haciéndola impura como la nuestra. Impura y resistente como la malvada sangre de los europeos.
Sé que soy culpable pero no sé de qué. Pero es seguro que tengo que ser culpable de algo grave. No puedo seguir engañándome por más tiempo, repitiéndome que es casualidad. Casualidad que las niñas se hayan reído de mí en el colegio, casualidad que en la comunidad de vecinos me echaran la culpa de todo, casualidad que mi jefe intentara acostarse conmigo y al no conseguirlo me hiciera la vida imposible. Tiene que haber algo en mí que no funciona. Algo que hace que los demás se fijen en mí y decidan aniquilarme. Me repito que no he hecho nada, que soy inocente. Pero los inocentes no necesitan proclamar su inocencia. Sólo los culpables dan explicaciones. Y toda mi vida ha sido dar explicaciones y excusas, ante mí misma y ante los demás. Toda mi vida ha sido intentar ser como los otros, que no se me note la diferencia, porque dentro de mí tiene que haber algo distinto, algo que desata el deseo de la caza en los demás, algo que hace que me sigan los gatos y me olisqueen los perros de la calle. Estoy al otro lado. Ellos están en el lado bueno, el de la mayoría. Yo estoy sola. Estar sola es estar equivocada.
Quizá ellos tienen razón y soy un monstruo. Creo que soy normal y por la noche, en sueños, hago cosas que luego no recuerdo. Sería un alivio. Una explicación. Mejor ser culpable que ser víctima. No puedo soportar más esta persecución, cada vez que me creo a salvo empieza de nuevo. Huí del campo a la ciudad. Pensaba que en la gran ciudad nadie me conocería, sería inmune a las bromas y las pullas de mis compañeros de colegio. Luego escapé de la gran ciudad, donde a nadie le importas, a un pueblo tan pequeño que nadie te recuerda y no ha servido de nada, no hay un lugar tan lejos que mi sombra no me alcance.
LA VOZ DEL NORTE
REDACCIÓN
Célebre periodista desaparecido
Antonio García, el célebre periodista que se hizo eco del caso más famoso de acoso sexual y laboral de nuestro país, el de Ainur Méndez Álvarez, ha desaparecido de su domicilio sin dejar rastro. Según fuentes solventes habría sufrido una brutal paliza y habría huido de la ciudad. La familia teme un fatal desenlace. El periodista había sido objeto de numerosas amenazas desde que el alcalde de Idumea se vio obligado a dimitir. Le culpaban también de la crisis de su partido en las últimas elecciones. Antonio era un hombre sencillo que siempre comentaba en las entrevistas «que tampoco había sido para tanto». «Esto en otro país sería normal», afirmaba. «Hemos dado otro paso hacia la democracia», fueron algunas de sus declaraciones en las que es, hasta el momento, su última entrevista concedida a este diario el pasado día 28. La policía no ha hecho declaraciones sobre su desaparición, la cual vuelve a sacar a la luz la desaparición de la también amenazada protagonista del caso Ainur, la propia Ainur Méndez, que se encuentra en paradero desconocido y podría estar muerta. El ya ex alcalde de Idumea, que sigue conservando el cargo de presidente regional de su partido, se ha negado a hacer declaraciones.