Desde hacía tres días el único sonido de la prisión eran los tambores infernales de los carpinteros que se afanaban en levantar el cadalso. Dicen que la madera había venido en barcos, porque hasta el último árbol se convirtió en ataúd en los tiempos no tan lejanos de la peste cuando Selene todavía no era una bruja sino una santa. Los golpes martilleaban en la cabeza de Selene como una canción. Había visto morir a su tía en la hoguera y sabía lo que le esperaba. En aquel tiempo había sobornado al verdugo para que usara leña seca y crujiente, y ella misma había llevado lino y lana para que el fuego fuera más rápido y misericordioso. Ella había estado allí y sabía que no era suficiente. Oía la canción del fuego día y noche y no sentía miedo como creían sus enemigos. Su cerebro trabajaba más y más deprisa, como si toda su vida se hubiera estado ahorrando para ese momento y ahora pudiera dejar de fingir y entregarse de lleno a su grandeza. Porque aunque todo estaba perdido todavía quedaban muchas cosas por hacer. Ella, Selene, golpeada, violada, vilipendiada y casi incapaz de levantarse de su jergón, no estaba vencida. Condenada sí, vencida jamás. No dormía ni probaba bocado. La hoguera encendida en sus ojos noche y día no le daba respiro.