Ainur

Ahora el vigilante del Archivo Provincial se ríe mientras me retuerce la muñeca. En la mano retiene el único ejemplar del proceso a Selene.

El vigilante ríe, la página rota está en su mano.

Y sabe que lo único que puedo hacer es hacer todo lo que él me diga.

Me dejé manosear en los servicios del Archivo Provincial por un asqueroso vigilante de seguridad que podría ser un diablo menor, pero que no es más que un pobre diablo.

Le dejé que me sobara los pechos, que los toqueteara, y hasta que los chupara. Permití que metiese su sucia mano en mi falda, que tocase mi ombligo y avanzase como un ratón hacia el ombligo de su mundo. Pero no le dejé ir más allá, le sacudí como se sacude el polvo de las bibliotecas:

—Ya basta, que sólo es un libro.

(En realidad eran unas páginas, pero eran Las Páginas).

—No creerás que un libro vale tanto —repetí.

Y él estuvo de acuerdo.

Dejé que el vigilante me hiciera lo que no le había permitido a mi presidente, si hubieras sido tan complaciente con tu jefe, no habría habido juicio, ni matones, ni amenazas de muerte. Si te hubieses dejado tocar a tiempo no te verías así.

Podía oír la voz de mi jefe, mi propia voz que me decía: «Putilla, para dejarte tocar ahora podrías haberte dejado tocar antes».

No es lo mismo.

Lo he hecho por un libro, lo hago por un secreto.

Lo hago por mí misma.

Me denigro para salvarme.