No quiero contarle todo. Lucho contra el deseo de contárselo todo a alguien. Aunque él fuera el único capaz de escucharme, no debo revelarle todo. Pienso que, mientras tenga algún secreto para él, no seré verdaderamente suya; mientras sea capaz de ocultarle aunque sea un fragmento de mi mente, no habré renunciado a esperar el regreso del farero.
Tardé mucho tiempo en darme cuenta de que nunca había visto dormir al Señor Oscuro.
Tampoco le pregunté nunca su nombre.
No hacía falta.
Nadie sabía decirme qué había sido del farero. Tan misteriosamente como había llegado Magic había desaparecido del pueblo. Pregunté a todos y ni siquiera Consuelo, que lo sabía todo de todos, sabía nada de él.
El viento
el viento, el viento,
de los muertos, el aliento.
Eso cantaba mi abuela.
El viento en los árboles del huerto.
El viento llegó con la luna llena y se llevó todas las nubes. Ahora las nubes estaban más allá de las montañas en un lugar donde nunca podría alcanzarlas. Habían dejado algunos jirones enganchados en los tejados de pizarra. La mayoría de las nubes parecían haber caído al mar. A la luz de la luna, el mar era plata y estaba lleno de nubes enfadadas. Los árboles azotaban las ventanas y una garduña se comía el corazón del viento en el tejado. Un monstruo arañaba la casa que rechinaba y gemía como una doncella el día de su boda, sólo que hacía mucho que en el pueblo no había doncellas ni bodas, demasiado tiempo desde la última vez que se oyó el llanto de un bebé y desde que dejaron de temer al viento.
Ahora todos en el pueblo sabían que, cualquier día, llegaría un vendaval y se llevaría las casuchas; se llevaría a las personas; se llevaría hasta los letreros con el nombre del pueblo. Acabarían todos al otro lado de las montañas y de ellos sólo quedarían unas motas de polvo en el mar plateado como si fueran signos de interrogación o como si fuesen lágrimas. O, a lo mejor, no quedaba ni eso. Lo más seguro era que no quedase nada. El viento se llevaría las lágrimas; espantaría las risas igual que se había llevado los gritos de los niños y las toses de los moribundos y, al final, ni siquiera podría oírse a la curuxa cantándole a un muerto.
El siniestro lleva una larga capa oscura y tiene el pelo largo y completamente blanco. No sé dónde encuentra esa ropa de siniestro que es oscura y babosa y parece haber salido de un ataúd, sobre todo porque está sucia de barro y tierra, como la ropa de Drácula si fuese de verdad. Pero Drácula no es de verdad y este pibe sí, viste, dice mi amigo.
El siniestro no parece de verdad, sin embargo empuja una silla de ruedas auténtica. Una de las sillas de ruedas más caras del mercado y en la silla no lleva un ápice de realidad, lleva una muñeca siniestra: sin manos, sin piernas, con ojos exageradamente pintados de negro, con pelo negro como un cuervo. Es el siniestro el que la ayuda a maquillarse, el que se la tira. El siniestro se llama Gago. De día se pone el amable uniforme de cartero rural, de noche se viste de siniestro. Conduce el Land Rover que lleva a los vecinos por la pista hasta la carretera asfaltada donde puede pasar un autobús. Es el único que sale del pueblo todas las semanas. Consuelo me ha contado que, hasta que tuvieron el accidente y su esposa quedó paralitica, no se les había ocurrido vestirse así, o quizá no se hubieran atrevido. El pueblo ahora les perdona todo. Por la desgracia, dice Consuelo, bastante desgracia tienen, que vistan como quieran. Se ve que el pueblo es compasivo con las desgracias físicas. Con las heridas invisibles no tienen piedad. Si los siniestros vivieran en el tiempo de Selene hace tiempo que hubieran acabado en la horca o en la hoguera, les habrían sometido a suplicio y si no había verdugo disponible hubiesen buscado a uno de un pueblo lejano que no les conociera y lo peor de todo es que quizá les hubiera gustado, quizá incluso hubiesen dejado de ser siniestros para ser felices.