El día del juicio me paré a tomar un café con leche cerca de los juzgados. Era temprano y un día que comienza sin café casi no es un día. Además, yo no existo antes de las doce de la mañana, sólo soy un fantasma que podría llamarse de cualquier otra manera y hacer cualquier otra cosa. Ainur sale de las sombras cuando el sol se hace un poco más fuerte, o la niebla o la lluvia, o lo que sea, lo arrasan. Un poco más tarde, cuando el día ya se ha aprendido su nombre. O, si no, por lo menos necesita un bebedizo que la haga salir de la no existencia. El más barato y fácil de conseguir es el café. Pero ya no se encuentran cafés como antes ni siquiera en España, ni siquiera en Barcelona. Y por eso yo iba a aquel bar, aunque el suelo estuviese lleno de papeles y servilletas de papel sin doblar, de palillos y de huesos de aceitunas, aunque el bar oliese a aceite muchas veces frito y la sonrisa de su dueño y único camarero lo fuera de dientes amarillentos que ni siquiera se alegran cuando sonríen. El juicio había durado tanto tiempo que conocía de memoria aquel café. Su grasa y sus vasos limpios, pero ajados por el agua demasiado caliente, me resultaban reconfortantes, eran un asidero en la pesadilla de los periódicos y de los tribunales. Ese día me fijé en unas mujeres que tomaban café a pocos pasos de mí. No me llamaron la atención por ser mujeres en aquel antro de braguetas y cigarrillos en el que raramente se veían mujeres ni cigarros habanos. Ni me fijé en ellas por sus chaquetas verde reflectante sino que fue la más alta, la que tenía la voz más estridente, la que me golpeó con lo chirriante de sus protestas ante el precio del café: «Adonde vamos a ir a parar con el euro». Tenía la nariz aguileña y llevaba un extraño artilugio en la oreja, parecía un amuleto malvado y tardé mucho en darme cuenta de que era el pinganillo de un móvil, el bluetooth que no era blue ni azul sino una especie de garra de buitre sobre la cara de la mujer. Comprendí que sus gritos no se dirigían a mí, ni al tabernero ni a la mañana gris y sucia ni a los juzgados que no se hallaban lejos sino que, a través de aquel infernal aparato que llevaba colgando se teletransportaban a alguna oreja inocente que estaba lejos de la grasa, de la niebla, de la triste mañana pero que se sometía a todo eso y mucho más a través del pinganillo y de los malvados poderes de aquella mujer.
Cuando finalmente pagó y se fue, azuzada por los dientes amarillos del tabernero que esa mañana no sonreía, los dientes volvieron a curvarse con su mueca más amable:
—Es una bruja.
Le pregunté por qué.
—Todas ellas lo son. Trabajan para la ORA. Se pasan el día poniendo multas a pobres desgraciados que se detienen cinco minutos de más en saborear su café o en abrocharle el mandilón al niño y encima están orgullosas de ello.
En otro tiempo la gente las hubiera quemado en una plaza pública.
Recordé el ingente montón de multas que tenía en casa, recordé las incesantes carreras para reponer el tique; aquella forma de esclavitud medieval que demostraba que ya no era cierto que el aire de la ciudad diera libertad, y sobre todo la mujer cuervo me recordó a Selene, la bruja más importante de mi vida, la del fallido proceso y la fallida tesis y supe lo que haría con la indemnización si, después de todo, acababa ganando el juicio.
—¿Por eso huiste de Barcelona? —mienta el Señor Oscuro, como si supiese el final de la historia.
Y yo tampoco le cuento la verdad, no le cuento que nunca lo hubiera hecho, nunca hubiese huido de Barcelona si no hubiera sido por el anónimo. Porque mi abuela tenía razón, no me atrevo a vivir más que en los libros. En la realidad me da tanto miedo cumplir mis sueños como enfrentarme a mis pesadillas.