Quemadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos.
Eso es lo que ha dicho el gran inquisidor, el que han mandado de la Suprema de Madrid a vigilarme. Cuando le he contado que tienes fama de santa porque arriesgaste tu vida para salvar a los apestados, cuando los clérigos huían como ratas me ha repetido: «Puede que sea inocente, si lo es, Dios la recompensará y si no la castigará. Yo no puedo hacer más porque soy sólo un hombre».
Samuel habla y habla. Quiere hacer ruido para que yo no piense, para que olvide a nuestra hija sin padres y no piense en la tortura ni en la injusticia.
Unos días insiste en que confiese que soy culpable para pedir clemencia y otros me propone que escapemos.
—¿Adónde? —le digo—. ¿Acaso existe un lugar donde no haya perseguidos?
—Si confiesas que eres bruja habrá alguna probabilidad de que te reconcilien y si no al menos te estrangularán antes de quemarte.
—¡Pobre consuelo para el pecado de mentir! Si confieso que soy bruja no sólo miento, les doy la razón y no la tienen.
Así llevamos muchos días desde que todo está perdido y él ha vuelto a visitarme.
Desde que sabemos que me han condenado él baja todas las tardes con la excusa de pintar mi retrato. No me deja ver el lienzo. Dice que no se lo deja ver a nadie. Pero hoy me lo enseña. Hoy sé que es el último día. Samuel de la Llave me ha pintado como la Magdalena Penitente. No ha pintado los muros de la celda ni las chinches sino unos altos árboles italianos que ni él ni yo hemos visto nunca. Aquí estoy presa, en el lienzo soy libre. En el cuadro visto ropas pesadas, encajes y brocados. En la realidad estoy sucia y ajada, rotas mis ropas. Samuel no se atreve a traerme otras mejores por temor a levantar más sospechas. La pintura ha dicho que la hace porque me encuentra muy débil y quizá sea menester quemarme en efigie. Esta efigie del lienzo es más inocente que yo pero se me parece. Samuel me ha pintado con un halo en la cabeza.
—Has pintado a una bruja como una santa.
—No veo la diferencia, si eres tú.
Entonces veo que no puede soportarlo. Yo no puedo más. No puedo dejar que vea mi miedo, mi desesperación.
—Prométeme que harás lo que te diga. Verterás los polvos en los pozos. Y me conseguirás la adormidera para vencer al fuego.
Él lo promete. Me jura que huirá con la niña, a donde nadie les conozca y no quemen herejes.
—No quiero ir al cielo si tú no estás —me dice. Y le acaricio los cabellos, le consuelo de mi muerte.
Después, un día desaparece. Me dicen que no volveré a verlo, me dicen que me arrepienta de mis pecados, pero yo he dejado de temer a la muerte.