Cuando comprendí que no saldría viva de estos lugares, que no podría vencer a mis enemigos en vida, rogué a Samuel que ya que no podía salvarme me dejara elegir el día de mi ejecución y me procurara todo lo necesario. Empleé todos los papelillos que me quedaban en explicar en detalle todo lo que era menester y cómo debía ser hecho. Le dije también dónde estaban ocultas las monedas de oro en mi casa que el Santo Oficio había registrado una y otra vez sin éxito, pues sin duda quedarse con mis bienes había sido uno de los propósitos del proceso. Ahora me exigían quince ducados para pagar la leña y los gastos de mi ejecución, lo cual, si no fuera ridículo, hubiera sido un robo. Mi dinero, el dinero de las almas que se habían curado y los cuerpos que eran salvos sería para conseguir cincoenrama, adormidera, y los demás preciosos componentes que necesitábamos. El resto sería para mi hija. No dejé nada para el entierro. Del boato de mi pira funeraria ya se encargaba la Santa Madre Iglesia.