O sea, que el relato en tercera persona es lo que tú narras a partir de los documentos. ¿Y el relato en primera?
—Es la voz de Selene. Llevaba un diario, fue descubierto y sirvió de prueba en su juicio. Además estaban los mensajes. Mensajes a un amante desconocido. Los escribió en los papeles que el carcelero le entregaba para liar las especias de la comida. Fabricó una tinta con carbón machacado e impregnado en aceite y utilizó como pluma los mimbres de la cesta en la que le mandaban los alimentos. Los dejaba en diversos lugares del vaciadero del castillo. Los ocultaba en cántaros quebrados y en el interior de las cañas de aquel lugar oscuro e insalubre en las tripas de la enorme cárcel secreta de la Inquisición. Arriesgaba su vida para contar su historia, quizá porque sabía que su vida estaba perdida. Vivir para contar es como vivir para hablar. Sin embargo, a los perdedores, a los que sentimos que estamos malditos, nos queda sólo el derecho de contar nuestra historia para que alguien nos redima, en otro lugar o en otro tiempo; que alguien nos escuche y le parezcan barbaridades lo que ahora se tiene como cierto. Esto es lo que dice Selene y sigue siendo verdadero. Cuando lo leo, siento como si su voz me susurrara en el oído, como si lo hubiera escrito para mí. Sólo para mí.
Llevo tres días revisando con él los diarios del proceso y escribiendo de noche y de día, con las ventanas cerradas, sin comer más que un poco de queso y el pan duro que queda en las alacenas. Escribo, escribo. Los últimos momentos de Selene. He escrito veintisiete páginas en estos días, me duelen los ojos y las muñecas. Y, de repente, cuando voy a guardar el documento por seguridad, una vez más, el cursor se queda inmóvil, paralizado: no puedo ir ni hacia delante ni hacia atrás, como si esto no fuera un documento sino la vida real, mi vida en este momento. El dinosaurio que aparece para revelar la brujería de Bill Gates, el que dicen que usa el número de la Bestia, se ha vuelto amarillo. Soy incapaz de guardar el documento, incapaz de salir de él. Temo perder los cambios, perder mi trabajo de estos tres días, los días finales de Selene. Llamo al Señor Oscuro que dormita en el otro cuarto. Lo intentamos todo. Las palabras se han quedado varadas, prisioneras en el ordenador. ¡Bienaventurado Cervantes que escribía a mano! Siempre he sabido que las máquinas no son los esclavos del hombre sino sus amos. Me inclino ante el amo computadora. Es un amo inclemente. Estamos prisioneros, no se mueve ni una palabra. Inmóviles las consonantes, impasibles las vocales. Las palabras se han quedado encadenadas en el bosque de los signos. Al final, mesándonos los cabellos apagamos el ordenador, huimos del bosque sagrado y maldito. Cuando vuelvo a encenderlo, es como si nada hubiera sucedido: las palabras brotan bajo mi mano, pero el documento con el desenlace de Selene ha desaparecido.
Me desespero, tengo hambre y sueño. No es justo. Nada es justo. Tampoco lo fue para la comadrona del pasado, ella buscaba la verdad. Yo busco las palabras que encontré. Rehago mis notas sobre Selene, escribo acerca de lo que ella escribió en las prisiones secretas aquellos días calurosos de agosto hace siglos o minutos. Esta vez he insertado un lápiz electrónico. Es como violar la vagina del ordenador con un pene digital. La computadora no gime sino que obedece. En apariencia. Porque de repente aparece un mensaje gris y todo el documento se convierte en unos misteriosos cuadrados como preguntas de álgebra o de la cábala. Entonces grito.