Desperté y vi que habían limpiado mi celda y que estaba acostada en un jergón revestido con sayas verdes y azules remendadas, pero limpias. A mi lado estaba el malhadado cirujano que luego tuve tanta oportunidad y tan mala de tratar y conocer. Había terminado de sangrarme y parecía que se relamía con mi sangre, como las garrapatas.
—El inquisidor ha dado orden de que te tratemos bien y te conservemos con vida. Y a fe mía que te cuidaré como si yo mismo fuera el fuego que ha de consumirte.
—¿El inquisidor? —repetí yo como en un sueño y pedí agua.
No me la dio, pero fue como si me la diera cuando respondió:
—El inquisidor don Samuel de la Llave, que a pesar de su juventud tiene fama de justo juez y erudito en leyes y oraciones.
Aun en la peor de las prisiones puede siempre suceder algo bueno, porque, al día siguiente, cuando la fiebre hubo cesado un poco, vi que había un papelillo en el cántaro que me servía de vaciadero. Era un mensaje de Samuel y pronto logré contestarle escribiendo en los papelillos que envolvían las especias que me daban para guisar. Escribía con un betún hecho con carbón y aceite.
Nuestros mensajes transformaron la prisión en paraíso.