Pensé que Dios me había hecho la gracia de no abandonar el mundo sin saber cómo se llamaba mi único amor. Le toqué, le así las vestiduras, me agarré a él como si me estuviera ahogando, hasta que vi que era tan real como podía afirmarse, dadas las circunstancias, puesto que hacía días que yo dudaba de lo real. Él también me tocó y vio que estaba ardiendo de fiebre. Se horrorizó de lo horrible de la estancia, de la ciénaga del suelo, de las ratas que chillaban entre nosotros. Me hizo sentar en el jergón y me acarició los cabellos.
—Por Dios que me avergüenzo de nuestras prisiones.
Al oír esas palabras me di cuenta de que su gabán ya no era rojo. Al contrario, su hábito era gris y áspero como el de un monje.
Él siguió mi mirada.
—Sí, al final me hice sacerdote como querían mis padres y ahora soy inquisidor e instructor en el proceso de muchos pecadores y también en el tuyo.
Supongo que me desvanecí, porque, en mi delirio, creí que me repetía como si fuera la letanía de la salve:
—Soy Samuel de la Llave y ni un momento he dejado de pensar en ti.