Selene

El año en que sobrevivió a la peste había conocido por primera vez la tristeza de estar viva. Una especie de remordimiento cruel por ser capaz de sobrevivir a pesar de todo. Entonces comenzó a sospechar que sobrevivir te convierte en un monstruo.

Después de un mes en la cárcel se sentía algo mucho peor que un monstruo.

Los seres humanos mueren cuando entran aquí. El que sobrevive en estas cárceles se convierte en un engendro. Sus pensamientos la hacían padecer más que la sed, que las humillaciones y el hambre. Hoy lo que la ponía triste era que el testimonio de Casilda y de tantos ciudadanos relatando cómo les había ayudado el año de la peste no sólo no contaba a su favor, sino que había sido anotado como prueba de sus tratos con el Diablo, puesto que el Diablo y no Dios era el que la había ayudado a sanar de una enfermedad que mataba a los justos. Casilda había declarado durante horas, dando cuenta de cada pormenor de su valentía y entrega. Cada uno de sus gestos había sido vuelto del revés como un guante y considerado incriminatorio. Si hasta respirar sería delito si era ella quien lo hacía.

Selene sintió que el ánimo la abandonaba. Su tristeza de aquellos días tenía otro nombre: era cansancio de vivir. No merecía la pena luchar para seguir en un mundo lleno de malvados y mentirosos, que tomaban el nombre de Dios en vano. Se dejó caer sobre el suelo de su celda a esperar la muerte. Entonces, sintió una mano que apretaba la suya. En su delirio pensó que era la de un esqueleto que venía a buscarla. Abrió los ojos y vio los ojos verdes del caballero del rojo gabán clavados en ella. Pensó que la muerte venía a buscarla, con su rostro más halagador, recordándole los pocos momentos memorables que su amiga y compañera la vida le había dado. Oyó su voz, y supo que era él, aunque no pudo imaginar cómo había llegado hasta aquel lugar tan triste.

—Me llamo Samuel. Samuel de la Llave —dijo el caballero del rojo gabán.