El Señor Oscuro también había nacido en el pueblo. Yo no lo sabía porque sólo regresó cuando ya me había ido. Unos decían que había sido jesuita; otros, que misionero comboniano. Había vivido más de veinte años en el Amazonas cerca de Iquitos y luego en Brasil a las orillas del Urururu, el Río Negro. Había heredado una gran fortuna de la que ahora sólo quedaba la casa. El mismo día de la muerte de su madre lo había dado todo a los pobres, o al menos a los pobres que la Iglesia eligiera, y había partido para el seminario con el firme propósito de hacerse misionero. Supongo que soñaba con morir mártir en una leprosería como el padre Damián o con ser atravesado por las flechas de los indios como Álvar Núñez Cabeza de Vaca, porque ésos eran sus sueños cuando partió, sueños de santidad y tierras exóticas, de sacrificio y excitación. Había contado con los mosquitos, pero no con el aburrimiento. Pasó tres años en Lima cuidando de los frailes ancianos de su Orden, antes de que le dejaran partir hacia el Amazonas. Nunca había visto un río así. Era como un mar de lodo y rugía cuando pasaba a tu lado. Pensó que era un león de agua. La corriente arrastraba a su paso animales, piedras y los últimos vestigios de civilización. A los pocos días, descubrió que el río también podía parecer manso. Los indios le dijeron que ése era el momento en que las anacondas te acechaban. Se bañó en sus aguas y pescó pirañas en el agua en la que se había bañado. De noche se sumergía en el croar de las ranas y buscaba en el cielo nuboso la Cruz del Sur. Nunca la encontraba. Quería ayudar a los indios, pero descubrió que todos ellos creían ser blancos. Trabajaban para una compañía japonesa, mataban el bosque de lunes a sábado. Los domingos se mataban entre sí: cuando no lo hacían ellos mismos a navaja, el alcohol acababa con ellos. La vida era dura, pero la tierra era rica. Dejabas caer el corazón de una manzana al suelo y nacía un árbol. Disparabas al aire y caía un pájaro muerto en tu cazuela. Recordaba el Señor Oscuro las montañas cantábricas, la tierra miserable y hermosa que pedía mucho y no daba nada. No comprendía cómo los hombres podían ser tan pobres en un país tan rico. Se enfrentó a las compañías del caucho. Una noche le ataron a unas lianas y fustigaron su piel pálida hasta que se puso azul. Lo dieron por muerto. Yació en el suelo, viendo cómo las arañas y las serpientes se deslizaban sobre él, sin saber si era realidad o delirio. Pensó que ahora los indios lo amarían, que comprenderían que había venido a ayudarlos. Le dieron la espalda. Nadie lo saludaba. Todos murmuraban a su paso. Nadie se volvía a mirarlo mientras caminaba por Iquitos en medio de las jaulas de monos, de los vendedores de sangre de drago y licor de serpiente.
Su fe lo abandonó y entonces comprendió por qué los hombres se gastaban la paga en alcohol, bebían hasta embrutecerse y apostaban en las peleas de gallos, se mojaban las manos en la sangre de los gallos muertos y se partían la cara y el alma a puñetazos. También él comenzó a frecuentar las peleas de gallos y las prostitutas de la ribera que tenían vaginas como bocas de caimán. Iba a ellas porque ellas lo llamaban por su nombre y le hablaban a su dinero como se habla a un señor.
Él había pensado que sería amado por todos, que levantaría una escuela, que crearía un mundo mejor. Nadie iba a su escuela. Le habían amenazado con cerrársela. No hizo falta. No tenía maestros, ni niños, ni fieles y, poco a poco, sólo iba creyendo en el pecado.
Nunca supo lo que hubiera sido de él si el viejo no hubiera venido a verlo.
Una mañana se despertó tan borracho que no podía recordar lo que había hecho la víspera. Olió la podredumbre de la parte baja del río; vio la mancha de su orín en los pantalones y se palpó la brecha en la cabeza. Estaba en una cabaña hecha de trozos de tetrabrik y de hojalata. El tejado de hoja de palma fue lo único que le convenció de que seguía en el Amazonas. El viejo estaba de pie en la puerta. Una silueta oscura que no ocultaba el sol, sino que lo revelaba. Era el viejo Gerardo, del que decían que era chamán; había sido su enemigo declarado cuando predicaba desde el púlpito. Pero tenían algo en común: en aquel lugar sin ley, los dos creían en algo o, por lo menos, el viejo Gerardo seguía creyendo:
—Seguimos naciendo y muriendo, muriendo y naciendo pobres. Tú no has hecho nada por nosotros, gringo. Has hecho algo por tu orgullo.
Gerardo le llevó consigo al interior de la trampa verde llena de pájaros. La noche en la selva era ensordecedora. Se reía cuando recordaba a su madre y sus tías hablando de la paz del campo y la quietud de la naturaleza. La naturaleza no se estaba jamás quieta. Sólo lo muerto y lo hecho por el hombre está quieto. Animales pequeños y grandes se movían por la jungla y la luz era verde y maléfica. Aquella noche, probaron la ayahuasca. Vomitó mucho. Vomitó de sí los recuerdos de la aldea del norte, de su madre autoritaria y enjuta, de su padre que buscaba a los muchachos en los lavabos de la estación; vomitó la elevada opinión que tenía de sí mismo y vomitó sus prejuicios. Buscó la Cruz del Sur en el oscuro cielo y la encontró. Al amanecer, no había visto ni al jaguar, ni al cóndor, pero había dejado de temer a la magia negra. Pasó veinte años más en América y cinco oscuros años en el Congo; conoció profetas verdaderos y falsos y él fue muchas veces falso y verdadero, pero ya nunca más sacerdote.
Unos decían que había tenido hijos con una india, otros decían que había hecho milagros. Consuelo aseguraba que estaba excomulgado. Pero no dejaba de ir a la iglesia las pocas veces que decía misa.
«Puede que ya no sea sacerdote. A la aldea no le importa. Será sacerdote mientras no tengan otro». Al fin y al cabo, ellos son muy devotos de sus tradiciones pero no tanto de la Iglesia de Roma. Saben todo lo que tienen que saber del Señor Oscuro. Lo suficiente para creer en él.
Aunque ya no es sacerdote, para los del pueblo sigue siéndolo. No tienen otro, así que él es el que dice la misa una vez al año por la fiesta del santo patrón o cuando se muere una beata o cuando a alguien se le ha muerto una vaca y quiere decir una misa a las ánimas del purgatorio.
Es curioso, yo escuchaba al farero mientras me hablaba del hombre que no ha llegado a la Luna, de las basuras, de los anónimos, de Selene. Él no encontraba tiempo para escucharme a mí, porque yo no tenía nada que decir.
El Señor Oscuro es detestable, pero me escucha. No encuentro ninguna historia importante que contarle. A pesar de ello, no parece molesto; escucha con atención mis historias sobre juicios y mujeres que ponen multas concentrando en mí sus ojos verdes, como si fuese lo que más le importara en el mundo. Quizá por eso vuelvo a él, cada noche. No para escuchar, sino para que me escuchen.