Selene

El verdugo me condujo a empellones hasta un aposento sin ventanas donde me esperaban el padre Carlos, Gaspar de Torre Ciega, un escribiente que debía de estar preparado para tomar mi declaración y un medicastro de tres al cuarto que el Santo Oficio tenía dispuesto para evitar que me fuese al otro mundo, o para ayudar a ello, según el caso.

Lo conocía de las ferias de Medina del Campo pues, por dos maravedíes, prometía devolver la potencia a los maridos añosos y, por otros tantos, hacía concebir a las mal casadas; concebir esperanzas, pues otra cosa no creo, pero la gente era crédula y pagaba y luego, como sucedía con casi todos los médicos con quienes había tratado, tenía dos clases de pacientes y ninguno de ellos había menester de su ciencia: unos sanaban sin necesidad de médico y otros no tenían cura; los primeros quedaban agradecidos y extendían su fama, y los segundos, desde la sepultura, poco daño podían hacer. Determiné no dejar que el presunto médico me pusiese la mano encima, pues yo todavía era ilusa y con saberlo no sabía dónde estaba.

Por cierto que ese medicastro que se llamaba don Miguel de Molina me sangró tanto después de la tortura que me puso más cerca de la muerte que todos los verdugos que conocí en aquellas prisiones.