Me entrego al Señor Oscuro una y otra vez. De día y de noche. No sé por qué lo hago. Si brujería es hacer lo contrario de lo que uno quiere, esto es brujería. Me someto a su voluntad. Me repugna y me repugno. Supongo que lo hago porque siempre he pensado que no merezco la felicidad. Él me ha ensuciado, estoy sucia, tanto da dejar que me ensucie del todo. Voy a su casa y él viene a la mía. Nunca digo su nombre y él nunca me llama por el mío. No digo su nombre aunque todo el pueblo conoce el suyo.
Y él me llama Selene.
No sé nada del farero pero sé que en un pueblo tan pequeño todo se sabe.
Por fin, un día él abre el baúl que guarda junto a las flechas con curare, las vírgenes góticas, las tallas de obsidiana y las máscaras, las máscaras más negras que el pecado, oscuras como mis remordimientos.
—Lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie.
—¿No lo puedo contar? ¿No lo puedo escribir? Entonces no supone ninguna ayuda ni para mí ni para mi tesis, lo que no puedo contar no existe, lo que no ha sido dicho no es real.
—No te lo enseño para ayudarte, sino para ayudarme a mí.
Me retuerce la muñeca mientras me tiende un legajo de vitela. Sé lo que es antes de que él me lo diga. Antes de que comience a leer con su voz grave y, sin embargo, hermosa; una voz habituada a los sermones y a los gritos en la selva. Una voz que sólo tartamudea cuando miente o cuando duda. Antes de que me diga: «Esto lo encontré cuando todavía era bueno», mucho antes, ya sé que se trata del proceso de Selene, de sus confesiones, de su voz.