Cuando vi la casa de piedra colgada sobre el precipicio, supe adonde nos estábamos dirigiendo. A las cárceles secretas de la Inquisición, mal llamadas secretas porque todos sabíamos dónde estaban. Ésta era una de las peores, en la casa de un escribano de nombre Lázaro que no resucitaba sino que hacía morir. Engreído y petulante como la mayoría de los familiares de la Inquisición se pavoneaba cada vez que el inquisidor llegaba a la comarca.
Sin embargo, antes de que pudiéramos entrar en la villa llegó un enviado del Santo Oficio ordenándonos que no entráramos en poblado hasta pasada la medianoche. Andaba la gente alborotada y temían un linchamiento. En cada pueblo del camino me habían echado un crimen nuevo a la espalda y ahora no sólo me comía a los niños para usar su tierna grasa sino que los asaba bajo la luna llena en tenebrosas ceremonias presididas por el Diablo. Todos los muertos que no tenían dueño eran ahora míos. Yo pagaría por ellos y por los delitos que no habían sido castigados y por las culpas que uno no se atrevía a confesarse cuando no podía dormir por las noches. Hiciera lo que hiciera ahora yo era la culpable. Lo había visto en los ojos enrojecidos de la turba y en los llantos de los bebés a mi paso. Me echarían la culpa de todo porque a fin de cuentas puede ser que en verdad tuviera la culpa y ni yo misma me diera cuenta.