El camino era ahora de herradura. A lo largo de él muchedumbres cada vez más numerosas y vociferantes quemaban peleles de paja con falsas tetas de trapo. Los espantajos penduleaban colgados en las ramas de los robles. Los gritos enardecidos pedían que se quemase a la bruja, ahora mismo, aquí mismo, no fuera que otro día tuvieran faena y fuera menester perderse el auto de fe. Selene ya no levantaba la cabeza. Con la cara llena de arañazos y sangre y el vientre lleno de bilis, miraba al suelo de la carreta, un espejo de madera rota que no devolvía ninguna imagen y por eso le permitía imaginar que era otra persona y vivía en otro tiempo.