La condujeron en una carreta, las manos atadas con una soga gruesa, custodiada por dos arcabuceros y cuatro oficiales a caballo. En los pueblos, la gente se arremolinaba para verla pasar. Los niños en brazos de sus padres, los mozos encaramados a los árboles y todos gritando, insultando:
—¡A la hoguera! ¡A la hoguera con la bruja!
En cuanto la veían de cerca, se hacía siempre un silencio. Era una mujer pequeña y delgada. De apariencia inofensiva y sin embargo con porte de reina y una extraña belleza cansada. No parecía una bruja. Y tras unos instantes aceptaban como lógico que así fuera: sabido es que Satanás escoge a menudo el disfraz de los inocentes. De modo que era como si aquellos instantes le sirvieran a la turba para tomar aliento y renovar sus gritos acompañados ahora por pedradas y una lluvia de objetos: verduras podridas, mendrugos de pan, trozos de madera. Todo eso tuvo que soportar Selene mientras la carreta tropezaba en las piedras de los caminos, patinaba sobre el barro, se enganchaba en los recodos ofreciendo en cada parada una nueva ocasión para la burla y el escarnio. En un villorrio de la Braña los mozos la atacaron con hondas y una piedra le partió el labio. La vista de la sangre que se le escapaba por la boca removió extrañas visiones de vampiros y las mujeres comenzaron a arrojar desde los balcones herradas de agua hirviendo. Los soldados dispararon al aire sus arcabuces y luego al verse cercados hicieron puntería. Un mozo cayó herido en el muslo. Selene lo reconoció. El año anterior le había tratado del cólico del vientre. Le había curado para que pudiera agredirla. Los arcabuceros se abrían paso con olor a pólvora y miedo y la horda se replegó chillando y jurando venganza. En otro pueblo les arrojaron huevos y uno le acertó en el pelo. Sus cabellos incendiados cayeron lacios como plantas muertas. Asemejaba ahora a un polluelo cuando sale del cascarón, indefenso y un tanto ridículo.