Entró un gigante tuerto con el blasón de la Orden de Santo Domingo en el pecho, sobre el sayo, y dos arcabuceros detrás, apuntando al aire con sus armas. El ojo ciego lo llevaba tapado con un paño de un rojo sucio y Selene pensó que parecía que se lo acababan de arrancar en una sucia pelea y que ése era el paño con el que se había restañado la sangre.
—En nombre de la Inquisición, entregadnos a esta mujer y vos, mujer, daos presa —dijo el alguacil.
Luego miró a Selene.
—¿Te acuerdas de mí? Porque yo no te he olvidado, no he olvidado el pelo del Diablo ni los senos que empiezan a echarse a perder como las manzanas que se pudren en la casa equivocada.
—Tú eres la casa equivocada.
—Sólo hablarás cuando se te pregunte.
—¿Puede decirme Vuesa Merced de qué se me acusa?
—El reo no tiene derecho a preguntar de qué se le acusa, sólo el Tribunal conoce las acusaciones, Vuesa Merced busque en su corazón y medite sobre sus culpas y confiéselas libremente, no porque sus pecados puedan conducirla a la hoguera sino porque conducen a la condenación eterna.
Selene se preguntaba si el dominico recordaría sus culpas, las corruptelas, las mujeres forzadas, las haciendas deshechas, las almas en pena que iba dejando por los caminos:
—Conoce Vuesa Merced el nombre del Dios que le va a perdonar todo esto.
Afortunadamente para ella había hablado en voz muy baja. Y el arcabucero que la conducía a empellones hacia una carreta sólo entendió que se pronunciaba el nombre de Dios. Pensó que la bruja estaba rezando.