Tenía veinticinco años y estaba a punto de ser la mujer más rica de la comarca. Sin embargo no llegaba nunca a serlo, a pesar de que los enfermos venían desde lejos a verme y de que el cirujano de Lastres y el de Viella se quejaban amargamente de que les había quitado todos sus clientes. Siempre me ocurría algo, alguna desgracia y todo se quedaba en «casi». Un año era la quiebra de un banquero florentino en el que había confiado, otro era que mi criada huía con todos mis cuartos. Sabía que no era casualidad, que una parte de mí pensaba que no se lo merecía, una parte de mí tenía miedo, miedo a la prosperidad, miedo a ser feliz, miedo a ser yo.
Me había salvado del cazador de brujas pero no me salvaría de la envidia. Casilda, que ahora no se separaba de mí, trató de convencerme de que huyéramos después de haber sufrido una vejación tal. Le respondí que los inocentes no huyen, sólo los culpables escapan. Me respondió que en nuestro tiempo ya no hay inocentes ni culpables.
—La desgracia nunca descansa —decía y atizaba más el fuego—. Desde que me acusaron de brujería siempre he tenido frío.
Aquel año la desgracia fue peor que otras veces y adoptó la forma inocente de un niño de seis años.
El viejo Rius era un hombre grande, vivía en la casa más grande del pueblo y cobraba grandes sumas a los pescadores por prestarles dinero. Todo en él era grande menos su corazón: los enormes ojos de pez, la gran boca y su verruga, la nariz afilada, la nuez enorme, incluso el tumor que palpé en su estómago era el mayor que yo había tratado nunca. No es fácil decirle a un hombre que va a morir. Mi tía Milagros no supo enseñarme y yo nunca he aprendido, así que le dije que no podía hacer nada por él y le prescribí láudano y adormidera. Se enfadó mucho y más aún cuando añadí que los dolores de los que se había quejado no harían más que aumentar. Me insultó, me amenazó, me ofreció más dinero y finalmente me despidió. Hizo llamar al cirujano de Lastres que tampoco pudo ayudarle y más tarde a un médico que había estudiado en Salamanca. Este último aseguró que le curaría si recibía catorce ducados. El viejo, que no había dejado de tomar mi láudano, se los dio sin pestañear. En ese momento toda su familia se dio cuenta de que se estaba muriendo porque ya ni siquiera le importaba el dinero.
A ellos sí, sin embargo, y se lo reclamaron cuando a los cinco días de tratamiento con laminaduras de plata y mercurio el viejo expiró entre grandes gritos.
El licenciado aseguró entonces que su tratamiento era efectivo y que si no había funcionado era porque había brujería de por medio. Mencionó mi nombre y el hecho de que no se me hubiera pagado. Nadie le habría creído si el más pequeño de la casa, el nietecillo de seis años, heredero de todo, no hubiera asegurado que había visto el alma de su abuelo escaparse por su nariz y era negra como la pez y pesada como el carbón.
En lugar de darle unos azotes le dieron crédito. Se pusieron a buscar amuletos y hechizos y, aunque no los encontraron, pensaron que aquello sólo podía ser obra del Demonio y el Demonio siempre tiene labios de mujer.