Selene cayó al suelo en el mismo lugar donde Ainur tropezaría en su huida más de trescientos años después. Se golpeó la cabeza contra el crucero de piedra que seguiría allí trescientos años más tarde cuando el hombre vestido de negro tratase de violar a Ainur apoyándola violentamente contra su sombra. Para entonces el pueblo habría cambiado, los acantilados habrían cambiado, el aire no olería igual, la pestilencia de verduras, orines y leche agria que olió Selene aquella mañana en el arroyo cerca de la fuente habría desaparecido, sin embargo, el crucero sería el mismo, el musgo lo habría devorado en parte aunque la cruz de piedra seguiría irguiéndose frente a la luna que ya no era la misma desde que los hombres creían haberla pisado.
Ainur se detuvo a descansar. Sin saberlo apoyó la cabeza contra un banco que se levantaba en el mismo lugar donde había estado la pira de Selene, el lugar donde la leña húmeda había sido amontonada precipitadamente para que el humo fuera tan negro como el desagrado de Dios.
Es difícil creer que las cosas que no se ven son más importantes que las que se ven, pero es cierto. No ves la célula cancerígena que está invadiendo tus pulmones. No ves lo que te mata. No ves el espermatozoide de tu padre cuando fecunda al óvulo de tu madre. No ves lo que da vida. Sólo ves cosas que no tienen nada que ver contigo, como el mar, como las montañas o como los ríos. Cosas que siguen su curso sin ti o contigo, mientras que las cosas invisibles determinan tu vida. Las feromonas en el cuello de una camisa son más importantes que los ojos que te miran.
Te enamoras de unas feromonas y crees que te has enamorado de unos ojos.
El que tenga ojos para ver, que vea. Pero yo tenía los ojos cerrados.