Selene

La llevaron hasta el crucero que alejaba del pueblo los malos espíritus. El gigante mandó llamar a un sacerdote y le anunció que recorría el mundo descubriendo brujas y salvando de ellas a las buenas gentes. Anunció además que esperaba que el municipio le pagase una buena suma por ésta, que era tan hermosa como maligna, pues de ése y no de otro modo se ganaba él su honesto sustento. Selene estaba cubierta con una sábana de lino. Le había sido imposible recuperar sus ropas. Pensó que las mujeres la defenderían pero la rodeaban con un coro de pequeñas risas chillonas, se daban codazos las unas a las otras y ocultaban el rostro tras los delantales. Selene no sabía si estaban asustadas o divertidas. Hablaban todas a la vez, algunas se frotaban las manos encallecidas y otras se las llevaban a los cabellos. Comprendió que ninguna decía nada por temor a que la acusaran a ella de bruja. Habían venido muchos chiquillos y a medida que se corría la voz se formaba un gran corro. Allí estaban casi todos los hombres libres, los que no servían a un amo que les hubiera prohibido la diversión e incluso algunos siervos. Todo el mundo alzaba la voz y el ambiente era de fiesta.

Cuando Selene vio llegar al sacerdote, al que conocía pues era el párroco de la Magdalena, le suplicó:

—Padre, ayúdeme, me acojo a sagrado y pido castigo para este hombre que ha intentado violentarme.

—Hija mía —dijo el sacerdote cauteloso, mirando a uno y a otro lado—, te han hecho acusaciones muy graves. Es menester aclararlas en primer lugar.

—Entonces, padre, deme mis vestidos.

El sacerdote no contestó pues todos sabían que para probar si una mujer era bruja o no había que desnudarla.

Seguía llegando gente, pequeños comerciantes, toneleros, algunos pescadores y una o dos matronas con niños pequeños agarrados a sus faldas.

El gigante tuerto comenzó a declamar ante aquellas gentes. Al principio nadie le escuchaba. Luego se hizo el silencio. Manifestó que había oído a espíritus del camposanto, entregados a la cópula carnal con Satán.

—Pregunté y supe que en este pueblo vivía una hechicera que curaba con artes diabólicas. Sin duda es ella la que ha hecho levantar a los muertos para ofrecerlos al Diablo.

El cura meneó la cabeza. Y añadió que no era infrecuente que el Diablo se ayudara de hechiceros disfrazados de seres humanos.

La turbamulta empezó a gritar:

—¡Desnudadla! ¡Desnudad a la bruja!

Arrancaron la sábana que cubría a Selene. Hombres y mujeres que hasta hace poco la miraban con afecto cuando se cruzaba con ellos por la calle la observaron ahora con odio y lascivia.

—Sois unos asnos lujuriosos —gritó Selene.

El tuerto le dio un golpe para que se callara y nadie protestó. Abrió su zurrón y sacó un punzón que mostró triunfal.

Rasgó con él la piel de Selene cerca del ombligo y luego ante el regocijo general comenzó a pincharla en los pechos, en las ingles, en todo el cuerpo. Selene miraba al suelo y se esforzaba en no proferir ni un gemido. Pequeños hilillos de sangre comenzaron a cubrir su desnudez.

—Si sangra no es una bruja —exclamó una lavandera.

—Las brujas son listas, pueden sangrar a voluntad.

Ante esto todo el mundo se calló.

Para zanjar la cuestión el hombretón señaló una marca marrón en el tobillo izquierdo de Selene. Era evidentemente una marca de nacimiento y semejaba un racimo de uvas.

—¡Aquí está! —dijo el cazador de brujas—. ¡La marca del Diablo!

—Es un antojo —dijo una mujer anciana que se abrió paso hasta la primera fila. Era Casilda.

—Tú, cállate, o te acusaremos también a ti.

Y procedió a apretar el punzón contra la señal. Selene no sintió ningún dolor. No manó ninguna sangre.

—Lo veis todos, es insensible.

Selene trató de hablar pero un aguacero de golpes la arrojó al suelo.

Las lavanderas propusieron sumergirla en el río para someterla al juicio de Dios. Selene sabía que eso significaba ahogarla.

La arrastraron por los rastrojos y la ataron a una cruz improvisada. Arrojaron la cruz a un vado poco profundo, allí la sumergieron en medio de grandes gritos. Luego se hizo el silencio mientras miraban las burbujas, que se hacían más pequeñas y más débiles, y en el mismo momento en que desaparecieron la izaron y el sacerdote quiso ofrecerle la oportunidad de confesar:

—¿Reconoces haber curado con artes diabólicas?

Selene aún respiraba. Débilmente. Intentó balbucear unas palabras. Sólo pudo toser y jadear.

Se disponían a sumergirla de nuevo cuando Casilda se acercó a la orilla, la acompañaban dos hombres con hábito. Uno muy alto y el otro bajo y rechoncho. Todo el mundo los reconoció. Eran los dos únicos frailes que no habían huido en los tiempos de la peste. Habían estado en la iglesia lazareto codo a codo con Selene y Casilda. Los dos eran muy queridos, así que los murmullos callaron cuando alzaron la voz.

—¡Alto, hermanos! Esta mujer arriesgó su vida por la nuestra y contrajo la plaga por aliviar a muchos. No podemos dejarla morir sin juicio ni confesión.

Todo el mundo asintió. Los dos frailes aleccionados por Casilda pidieron examinar el punzón del cazador de brujas.

Enseguida se vio que tenía un resorte que usado a voluntad impedía que se clavara en la piel, con las consecuencias que ya había sufrido Selene.

—Este hombre es un farsante y esta mujer es inocente —dictaminó el más alto.

—¡Alabado sea Dios! —sollozaba Casilda.

La misma turba que había estado a punto de ahogar a Selene se lanzó ahora contra el falso dominico. La desataron a ella y le ataron a él a la cruz y comenzaron a sumergirlo en el agua.

Selene y los monjes no se quedaron a ver cómo terminaba la cosa. Se alejaron. Selene apenas podía caminar. Se apoyó en el hombro de Casilda, que la había cubierto con su capa. Y el cielo se volvió negro y las tinieblas se comieron la luz del mundo.