Selene

Alguien estaba observándola.

Se había desnudado en el arroyo segura de que no habría nadie allí a esas horas. Eran las primeras horas de la mañana, ya había salido el sol y la luna todavía no se había ocultado. Era una luna fantasma que parecía velar por las pesadillas de los que no se habían despertado aún. Selene se levantaba con el canto del gallo, o al menos había un gallo que cantaba cada día cuando ella se despertaba porque los gallos de la aldea de Selene cantaban toda la noche, mientras ella daba vueltas nerviosa en la oscuridad, buscando a tientas en el jergón y bajo la almohada algo que nunca acababa de encontrar.

Tenía veinticinco años y era la sanadora más reputada del concejo. Incluso los burgueses la preferían a los cirujanos de más renombre. Desde la peste el número de sus pacientes no hacía más que aumentar. Se había divulgado que su maestro fue aquel famosísimo médico judío, capaz de devolver la vista a los ciegos. Selene todavía no había devuelto la vista a ninguno pero salvaba muchas vidas. Su especialidad era curar las fiebres de las parturientas que trataba con mimo, con aliolaga y con emplastos calientes de centeno.

La miseria en la que había vivido mientras recorría el norte de España curando por la voluntad parecía cosa del pasado y sin embargo ella no se sentía segura. Había algo en el canto de los gallos y en la mirada de su fiel perro que le hacía presagiar peligros ocultos. Esa madrugada la sensación de opresión en su pecho casi no la dejó respirar, por eso había venido al arroyo, para sentirse de nuevo libre, sin preocupaciones, para ser de nuevo virgen.

Sintió calor en su nuca y se volvió a un lado y a otro. No vio a nadie, sólo un tordo se apoyaba en un arbusto gozando de los primeros rayos de sol. Y sin embargo seguía sintiendo la misma emoción poderosa recorriéndola como un escalofrío desde sus tripas a sus ojos. La estaban vigilando. Algo o alguien con malas intenciones.

No vio a nadie, ni oyó nada, así que se sumergió en el arroyo y se dejó flotar mecida por la corriente. El agua estaba fría, con una frialdad que a Selene le pareció vivificadora. Esa agua venía de los Montes del Destino, de la nieve fundida en los pasos por los que ningún ser humano había logrado cruzar, y ahora ella podía bañarse en la nieve como si fuera una xana, como si fuera tan joven que no le hubiese dado tiempo a arrepentirse de nada. Quería que la corriente se llevase todos los malos recuerdos: la amargura por la muerte de su tía Milagros, el horror de la peste, la estupidez de los hombres. Cerró los ojos y sintió el sol desmayado sobre ella. Por un momento pensó que era el único ser humano en la Tierra que no tendría que morir.

El aliento a ajo y verdura pasada la golpeó antes que la mano peluda que le agarró la garganta, de ese modo antes de que su mente tuviera tiempo de pensar todo su cuerpo se había puesto en marcha. Ya le faltaba el aire cuando consiguió morder la mano peluda, eso le dio tiempo para salir a la superficie y respirar. Vio el reflejo del gigante tuerto en el agua y vio el blasón de la Orden de Santo Domingo en su pecho. Todos esos detalles no tenían importancia porque el hombre era descomunal, y aunque ella consiguió escabullirse sumergiéndose en el agua y nadando bajo la superficie, volvió a atraparla un poco más abajo. Ella estaba desnuda y se retorcía como un pescado. Él se detuvo un momento para bajarse los calzones mientras le sujetaba el cuello con una sola mano. Selene consiguió darse la vuelta y golpearle los testículos. Así ganó unos segundos. Salió del agua y echó a correr desnuda. Le sacó unos minutos de ventaja pero al cabo el hombre la derribó en el suelo, la abofeteó y se sentó a horcajadas sobre ella.

Estaban en un recodo donde el río hacía un remanso, en los arbustos extendidas como flores mustias enormes sábanas blancas. Comenzó a oírse un ruido de gemidos que al acercarse se convirtieron en canto. Selene sabía que eran las lavanderas de la villa que acudían juntas para hacer más llevadera la dura jornada de trabajo. Dio un gran grito y el hombre se desasió, no por ella, quizá recelando la llegada de la gente. Al cabo de pocos segundos una procesión de mujeres cargadas de grandes cestos apareció en el camino. Junto a ellas iba el viejo Nicolás, armado con su cachaba, que las acompañaba cada mañana.

Selene se encogió como en el seno de su madre, porque estaba desnuda.

Ahora estaba a salvo. Las buenas gentes la protegerían del hombre que había intentado violarla.

El hombre no huyó. Con tranquilidad la señaló y dijo:

—Paz a las buenas gentes que me ayudarán a prender a esta bruja.