Ainur

Me gustan las historias con principio, medio y final. Como el Lazarillo.

El Lazarillo, la más grande novela que vieron los tiempos, oscurecida por ser anónima y engrandecida por lo mismo, cuyo autor nunca gozó de su fama y es por lo mismo el más grande autor de la literatura española.

Al final Selene no fue acusada ni condenada por haber anunciado con exactitud la muerte de un hombre, ni por curar a los enfermos ni por salvar a los niños en los partos de nalgas y librar a la molinera de las fiebres puerperales. Fue pasado por alto que conocía la medicina y era partera. Al contrario, como prueba irrefutable de su condición de bruja se dijo que sabía leer y que poseía libros prohibidos. Esto último era cierto y pudo probarse ya que se le halló entre sus ropas una edición de 1554 del Lazarillo de Tormes.

Quizá habría sido escritora si no hubiera tenido la suerte de que una de mis compañeras de clase en el colegio Nazaret acabó siéndolo. Si no fuera por Eugenia Rico quizá yo también habría acabado siendo escritora. Sin duda eso hubiera acabado de matar a mi padre, para el que eso de ser escritora era como ser puta.

Pero la tal Eugenia Rico se hizo escritora y, no sé cómo, logró publicar. Casi no era capaz de recordarla. Me parece que era tan gordita y miope como yo; aunque nunca la vi tropezando en el pasillo a causa de ir leyendo un ejemplar del Lazarillo, como me sucedió una vez a mí. El caso es que la tal Eugenia no se diferenciaba en nada de mí, sino en que su cara era aún más borrosa y difícil de recordar. La reconocí sin embargo cuando publicó su primer libro, Los amantes tristes, y más tarde cuando leí La muerte blanca. La verdad es que esos libros me decepcionaron mucho porque yo creo que los libros tienen que tener un principio, un nudo y un desenlace, al menos los buenos libros, al menos los libros que me gustan, y la tal Eugenia tenía a veces tres principios y otros tres desenlaces. No ponía guiones a los diálogos como yo había visto hacer a algunos autores extranjeros, supongo que para acrecentar aquella sensación de extrañamiento que producían sus novelas. A mí todo aquello me dejaba fría y en realidad me ponía nerviosa. Algunas de sus novelas me daban miedo. Y con ninguna me hubiera atrevido a ir a la cama. Una vez, la tal Eugenia dijo que la buena literatura da miedo al que la lee y al que la escribe. Bueno, pues conmigo lo había conseguido. Su Muerte blanca me pareció una historia descarnada, porno del alma con palabras como cuchillos. Creo que ella creía hacer nouveau roman. Parecía una autora extranjera. Sus novelas se me antojaban demasiado modernas, y a mí siempre me ha gustado la literatura castellana donde no hay lugar para lo fantástico. Si yo escribiera libros, escribiría libros con un principio, por ejemplo, en el que una pobre muchacha es acusada injustamente de ser bruja; un nudo sólido, por ejemplo en el que la muchacha sufre un proceso cruel en el que el inquisidor trata de seducirla, y un final ejemplar que no deja cabos sueltos en el que sabemos lo que sucede con todos los personajes incluidas las tías del pueblo de la protagonista. Escribiría un final en el que incluso se supiera qué fue de mi amiga Eugenia Rico, adonde fue a parar, por qué se hizo escritora y me libró a mí de terminar siéndolo.

Porque yo escribía microcuentos, cuentecillos y cuentecillas, novelas, noveluchas y folletines por entregas que consideraba geniales, hasta que un día me enteré de que Eugenia estaba firmando en la Feria del Libro y fui a verla firmar.

Me costó encontrar a Eugenia, escondida entre los guardias de seguridad que protegían a un famoso locutor televisivo y las colas inmensas de un futbolista de éxito que había escrito una novela de templarios con varios enigmas, tres sectas secretas y las últimas teorías sobre la genealogía de Jesucristo… Ella, como casi todos los escritores que no salían en la tele, estaba sola. Los escritores me recordaron a las putitas de Amsterdam, cada uno en su caseta esperando a los clientes. Parecían caballos en sus boxes. Pero, a diferencia de las putitas, no tenían cristal que los protegiese. Se diferenciaban de los caballos en que no se dejaban acariciar.

Me dio tanta pena que abandoné para siempre la idea de publicar y escribir libros. Y, de todas formas, mi vida cambió de tal manera que muy pronto ni siquiera tuve tiempo para leerlos.

Y, sin embargo, los libros son lo único que me queda en este confín del mundo. Leo sobre brujería. Leo el Auto de Fe, de Salazar. Leo sobre las brujas de Zugarramurdi y leo todo lo que cae en mi mano. Libros del padre Alba sobre la salvación del alma. Cumbres borrascosas, Grandes esperanzas, Bartleby, el escribiente y Benito Cereño, de Herman Melville, que tuvo tan poco éxito en vida que sus amigos le rogaron que dejara de escribir, y Los pazos de Ulloa, de Emilia Pardo Bazán. Leo a Galdós, Don Benito el garbancero, injustamente olvidado, el hombre que pudo ganar el Premio Nobel que ganó José Echegaray, un premio que no le dieron por sus ideas. No se puede escribir en un país en el que los jóvenes escritores se unen para impedir que le den el Premio Nobel a un viejo ciego, justo y genial. Galdós escribió a mano más de lo que cualquier escritor es hoy capaz de leer.

Y leo una y otra vez el Lazarillo, mi Lazarillo. No encuentro mucho que leer sobre Selene. Su existencia parece cierta y no legendaria, pero por el momento sólo tengo las oscuras actas de su proceso y no me encuentro con ánimo estos días para leerlo.

Desde que él se fue, las noches y los días se han hecho más largos, casi eternos. Tengo todo el tiempo del mundo, no tengo hambre, no tengo sed, sólo tengo sueño y ganas de perderme en los libros y de pasear por el acantilado.

No pienso en el farero.

No pienso en mí.

No pienso.

No podía dormir por la noche. Me removía en mi cama buscando otra piel. Estaba muy cansada, pero, cada vez que cerraba los ojos, un buitre cruel me los abría a picotazos. Era algo nuevo. Siempre había dormido como una niña, menos cuando lo era. Entonces, a la anciana edad de cinco o seis años, me había asaltado una duda terrible que me quitó el sueño durante los mejores años de mi infancia. En aquel tiempo yo tenía sueños tan vividos que no era capaz de diferenciar lo que los mayores llamaban Sueño de lo que llamaban Realidad. Para mí eran lo mismo y, sin embargo, todos, mi madre, mi abuela, me decían que los sueños no existían y ellos sí. En los sueños, yo comía los caramelos mejores del mundo; en sueños recibía los mejores abrazos y en sueños había sufrido las peores palizas de mi corta vida. Nada me hacía dudar de los sueños. En cambio era lo que llamaban Realidad lo que me parecía cada vez más sospechoso. Pensando y pensando sobre ello, iba retrasando cada día un poco más la hora de irme a dormir, porque temía mis sueños tanto como los deseaba. Dormir era como morir, pero estaba lleno de rostros, de risa, de gritos. No me atreví a desconfiar de mis sueños. Desconfié en cambio de los mayores que, al fin y al cabo, decían muchas mentiras. Me habían dicho, por ejemplo, que unos Reyes de Oriente venían por el cielo a traer juguetes a los niños, sin explicarme cómo podían estar en todas partes a la vez y por qué a algunos niños les traían todo lo que pedían y a otros, como a mí, no les traían nada. No me escandalizó descubrir que los reyes eran mi madre y mi abuela; no dudé de la existencia de los Magos de Oriente, sino de la existencia de mis padres. A la luz de los sueños, todo lo vivido durante el día era pálido y fantasmal. Empecé a creer que yo era el único ser existente y las personas y las cosas que veía durante el día o durante la noche, despierta o en sueños, eran sólo las proyecciones con las que mi mente trataba de distraer la soledad infinita. El pensamiento de estar completamente sola en el mundo era más de lo que podía soportar una niña de seis años. No dormía creyendo que, si permanecía despierta, los sueños huirían y yo acabaría viendo la verdadera cara del mundo. Un día se lo conté a mi abuela, que no se rió ni me castigó. Me dijo que, aunque mi teoría pudiese ser cierta, mientras el mundo de las apariencias fuera tan fuerte, yo tendría que vivir de acuerdo con ellas, sin creer en ellas y sin temerlas. No la comprendí entonces y puede ser que tampoco la comprenda ahora, cuando el farero ha desaparecido y por fin sé que es cierto: que soy la única persona del mundo y estaré sola para siempre. Y, sin embargo, en noches sin luna como ésta, escucho en la calle pasos que no sé adónde van y deseo con todas mis fuerzas no ser la última mujer del mundo y que alguien venga esta noche a demostrármelo con sus brazos y sus abrazos.

Tengo frío de pronto.

Un frío que no viene de la noche sino de algún lugar dentro de mí. No es verdad que haya fuego en el infierno.

El infierno es un lugar helado.

Lo sé porque he estado.

Eran las últimas horas de la tarde, ya se había ocultado el sol y aún no había salido la luna. Ainur no vio nada. Ni siquiera oyó nada. No fue un ruido lo que le hizo girar la cabeza mientras el hombre vestido de negro se acercaba con las rodillas flexionadas y una mueca en la cara que se parecía tanto a una sonrisa como la abertura de una calavera. No hubo ruidos, sólo una sensación poderosa subiendo desde las tripas hasta los ojos, la sensación penetrante en su nuca de que…