Mi abuela decía que cuando vas a morir ves a tu propia efigie que te saluda. Ella no la vio, pero sí veía las almas de los vecinos que venían a despedirse de ella. Yo estaba con ella muchas veces cuando sucedía.
—Oí la voz de Antón el de Fonteta, con lo bien que lo quise y lo bien que él me quiso. Aún no ha cumplido los sesenta y hace poco compró una vaca nueva. Qué pena que tenga que morir ahora.
Era inútil discutir. Yo conocía a mi abuela y sabía que antes de una semana esa persona, por lo general un vecino o un amigo, estaría muerta.
—Es Rosalía de Santalla. Viene a despedirse de mí. Es muy amable de su parte —decía mi abuela.
Cuando estaba en la Facultad de Historia quise contárselo a uno de mis profesores, uno por el que yo tenía debilidad sin que él la tuviera por mí.
—Yo creo que era telepatía. Esa persona pensaba en mi abuela y mi abuela recibía el mensaje.
Pero mi profesor no quiso escucharme. Para él eran supersticiones de aldeanos. No le interesaban las cosas que hay en el cielo y en la tierra, de las que no habla nuestra filosofía. Ésa fue una de las razones por las que casi dejo la carrera.
—No sirves para nada, Ainur. No acabas nada de lo que empiezas.
Bueno, ahora quería acabar la historia de Selene. Sabía que de alguna manera tenía que ver conmigo. De alguna manera era la historia de todas las mujeres y también mi historia.
Por eso cuando vi el retrato de Selene como María Magdalena, tan parecido a mí que podía ser mi propio retrato, pensé primero que el farero me había gastado una broma. No creí que fuera real. Hasta que encontré los papeles de la sacristía: las fotos del óleo que databan desde antes de mi nacimiento. El blanco y negro se tornó amarillento con el tiempo, pero el parecido no había amarilleado. Podría ser mi hermana o mi madre. Podría ser yo. Entonces me vinieron a la cabeza todas las historias de mi abuela, las leyendas del Medioevo. Encontrabas a tu doble en una callejuela o te lo cruzabas al doblar una esquina. Te sorprendía el aire familiar y tardabas un poco en comprender. Parecía un encuentro sin importancia, hasta que la revelación caía sobre ti como el granizo. No importaba lo fugaz de la visión. Una vez que lo habías visto, tu muerte era segura.
Ahora que me había visto con los ropajes de Selene, me pregunté si habría visto a mi doble, si ella sería mi doble y si anunciaría mi muerte.
Llovió otros quince días. El agua chorreaba desde las tejas grises e inundaba las alcantarillas y los corazones. Se escurría por mis tripas para encogerlas. Si seguía lloviendo, tenía la impresión de que yo misma me convertiría en agua y me acabaría yendo por el desagüe hacia el mar. Ese mar de aquellos días con aguas de barro que rebotaban sobre las tumbas. Las mismas tumbas sedientas que se bebían los arroyos nuevos que el diluvio había lanzado a los caminos. Todo en el mundo era frío y húmedo: las sábanas y las manos, sus labios y mis ojos. Parecía que la lluvia no se acabaría nunca. Cada mañana miraba el cielo y seguía siendo negro y terrible. Todas las noches rogaba para que cesara la lluvia, sin saber que el final de aquel diluvio sería también el de mi historia con el farero.
En una relación de pareja siempre son tres.
Si no llega el amante, llega el hijo. Dos es un número que no está destinado a durar.
Entre el farero y yo también había un tercero.
Selene dormía con nosotros, podíamos oír su respiración, el crepitar del fuego, el hedor fuerte de los orines y el sudor, y cuando de noche nos despertábamos, sabíamos que nos había sobresaltado una de las ratas que corrían en las prisiones de Selene.
Estoy harto de que vayas de víctima, de perseguida. Todo el mundo te persigue, tú eres la eterna víctima. ¿No te has parado a pensar que todo es una paranoia tuya? ¿No crees que quizá tú hayas hecho algo para merecer todo esto? ¿No crees que es demasiada casualidad que todo el mundo la tome contigo? Ainur, la inocente. Ainur, la perseguida. Ainur, la víctima. ¿Y por qué no Ainur la paranoica? Ainur, la manipuladora. Ainur, que lanza la piedra y esconde la mano, vuelve locos a los hombres y dice después: «Lo he hecho por broma». Ainur, que no sabe quién es y hace que los demás dudemos de quiénes somos. Ainur, la única mujer a la que he levantado la mano, la única que me ha sacado de quicio, la que me ha vuelto loco y me ha hecho cometer locuras. Tú me has llevado a esto y ahora me dices que hay hombres en el pueblo que quieren matarte. Pues bien, puede que el único en el pueblo que quiere matarte sea yo, porque ya no sé quién soy, ya no sé lo que quiero. No ha habido felicidad desde que te conocí. Ha habido un placer tan exquisito que era como dolor y un dolor tan orgiástico que encerraba en sí mismo el placer de sufrir. Pero la tranquilidad, el contento y lo que antes pude llamar días felices han desaparecido por completo de mi vida. Ya ni siquiera me atrevo a soñar con ellos.
—¿Estás hablando del amor?
Me senté en el baño. Aquel retrete nunca había funcionado bien. Por las noches hacía ruidos como si hiciera gárgaras. Tiré de la cadena y entonces oí la voz que venía de lo bajo, de abajo, más bajo, del agujero.
De la garganta fantasmal que hacía gárgaras por las noches y que ahora se quejaba como un muerto.
Parecía gemir.
Decía: «Hola, hola, holaaa».
Salí corriendo y volví con el farero. Él también lo oyó, pero me aseguró que eran las cañerías que funcionaban mal. El retrete estropeado y mi imaginación y sí, también la suya, producían aquel saludo fantasmal. Él también lo oía, pero el sonido estaba sólo en nuestras cabezas. No había nada maligno en las alcantarillas de nuestro pueblo, nada arrastrándose desde el mar entre las aguas fecales y queriendo salir para devorarnos. Nada que no fuera el miedo.
Y el amor siempre tiene miedo.
Vuelvo a casa. Sola. Aunque en este pueblo nunca estás sola. Sé que me miran tras los postigos entrecerrados. Yo miro las ventanas que no parpadean pero parecen muertas. Se diría que no hay nadie. Y sin embargo yo siento esa sensación en la nuca. Sé que me miran.
A pesar de todo nadie agita los visillos en la casa de la vieja Consuelo. No se han movido los postigos, cerrados a cal y canto, como cada mañana en la casa del Señor Oscuro. Camino más deprisa.
Estoy a punto de llegar a mi casa. Allí estaré a salvo.
La capilla de la Magdalena es mi vecino más cercano. Es decir, qué mi casa, la casa de la vieja Rius, esa casa sobre la que los cuervos vuelan en círculos desde hace semanas, es la más próxima a la sima de los huesos. A esa vagina de la tierra sobre la que han fundado el pueblo. Siento que la iglesia, con su torre, su cruz y su campanario está allí para conjurar el poder de la cueva. Puede ser que los huesos hayan sido colocados como ofrenda o como tapón para no dejar escapar algo que desde abajo vigila al pueblo. Magic me ha contado que la cueva sigue varios kilómetros bajo el pueblo; que no ha sido explorada enteramente; que hay quien dice que alberga pinturas prehistóricas y quien habla de ritos satánicos en sus galerías. Pienso en los corredores como los dedos de una mano que, bajo la tierra, mantiene aferrada la aldea. Lo que no se ve es a menudo lo más importante. No vemos los espermatozoides ni los óvulos de los que venimos. No vemos.
Pienso que hay otro pueblo bajo el nuestro. En uno viven los vivos; en el otro, las ratas, los topos y quizá los muertos. Y la cueva que desemboca en la iglesia es el único punto en el que pueden encontrarse.
Siento que me faltan las fuerzas y me apoyo en el portón pintado de verde de la capilla. La vieja pintura se pega a mi abrigo. Y la puerta cede. Se inclina ante el peso de mi cuerpo y entro, mejor dicho: caigo en la penumbra de lo sagrado.
Los olores de la iglesia, la cera, la madera vieja, el olor a oscuridad y a agua que rezuma te recuerdan el aburrimiento, el miedo de niña al Cristo que sangra. Lo veías como un hombre agonizante y no sabías cómo ayudarlo. Tu abuela te llevaba a misa sólo para tener prendas que hubieran estado en sagrado. Te mandaba a la iglesia con tres pares de chaquetas, la una sobre la otra, hasta que no podías respirar. Ella misma se reía y te decía que no eras una niña sino un repollo. Una chaqueta que hubiera estado en misa era lo mejor contra el mal de ojo. Claro que había que saber usarla. Había que conocer el arte de espaniar.
Dios que te deu,
Dios que te criou,
Quebrenche os oyos al que te embruxou.
Dios que te dio,
Dios que te crió,
Quiebra los ojos al que te embrujó.
Era domingo. Tú habías estado en misa, aburrida y temerosa, como hoy. Habías cruzado el pueblo como hoy y habías sentido que todos te miraban. Y, a diferencia de hoy, no había postigos cerrados. Todas las ventanas y todos los ojos estaban dirigidos a ti. O eso te pareció. Todos estaban allí, te pareció que mirándote y riéndose. Todos los que ahora ya han muerto y que eran mayores cuando tú eras niña. Gentes cuyo nombre desconoces pero cuya risa recuerdas.
Cogiste la mano de tu abuela. Ella los miraba a los ojos con insolencia mientras le gritaban: «Arpía, bruja».
—Son gente mala, mi niña —decía la abuela—. No entienden lo de tu madre.
Aceleraban cada vez más el paso y llegaron al acantilado acaloradas. La abuela con las mejillas arreboladas parecía una niña. Sólo allí se dio cuenta de que huían. Su abuela se apoyó en la tapia del cementerio y entonces ella vio una sombra roja que borraba el mundo.
Cuando despertó, su abuela estaba inclinada sobre ella. Hacía cruces sobre su frente con la chaqueta que había estado en misa:
Dios que te dio,
Dios que te crió,
Quiebra los ojos al que te embrujó.
Le sonrió.
—Pero, abuela, ellos dicen que la bruja eres tú.
—No soy yo quien hace daño —dijo mi abuela.
Y ahora su abuela estaba enterrada en ese mismo cementerio y ella se sentía culpable como entonces, culpable de ser perseguida sin saber exactamente por qué.
Oyó sus pasos sobre las losas de la iglesia. Muchas de ellas tenían inscripciones. Estaba caminando sobre las tumbas de sus antepasados. Ya no era una niña. Y sin embargo tenía el mismo miedo infantil, el miedo al que no sabemos poner rostro ni nombre, que es el peor de los miedos. Caminó hacia la cripta, pero la puerta de hierro que llevaba a la galería de los muertos estaba cerrada. Se dio cuenta de que era otra cosa lo que la atraía.
Pasó por detrás del altar, se acercó al retrato de la Magdalena y extendió su mano hasta tocar el lienzo. Donde debía estar la suavidad de los cabellos pelirrojos, de la boca sensual, de la ilusión de mujer que el artista había creado, encontró la aspereza del óleo derrumbado por los años. Puso su mano derecha sobre la mano derecha de la Magdalena del lienzo. Puso los dedos de la mano izquierda en los dedos de la mano izquierda de la Magdalena. Estaba pintada a tamaño natural, o al menos al tamaño de Ainur. Sus manos coincidían como en un espejo. Puso los labios sobre los labios entreabiertos de Selene. Cerró los ojos y los besó. Sabían a viejo, a salado, casi a orín. Estoy loca, pensó, y una lágrima cayó mojando las mejillas del retrato.
Ainur significa luz de luna y Selene es la Luna. Siempre han puesto esos nombres en mi familia. Selene soy yo. Y ella es Ainur, porque tiene más luz que yo. También a mí me persiguen para matarme y también como ella soy inocente. ¿O en realidad las dos somos culpables? No es posible que la víctima sea siempre inocente. La víctima tiene que haber hecho algo. Al menos eso la haría sentir mejor. La víctima no siempre es culpable pero siempre se siente culpable.
Acarició el rostro turbado del retrato y entonces sintió unos labios que abrasaban su cuello y un aliento besando el lóbulo de sus orejas. Se fundió en un beso largo, atormentado: las bocas y los dientes se cruzaron, las salivas se unieron, sintió cómo se abría por dentro con aquel beso. Tenía los ojos cerrados. Le parecía que el retrato la había besado pero en el interior del beso, rodeado por su fragor, sabía que sólo había una persona capaz de besar así. De envolverla en su olor hasta partirla en dos.
Cayó al suelo lentamente. El farero frenó su caída sin dejar de besarla: en las cejas, en los ojos, en la comisura de los labios, en el nacimiento de los pezones, en el ombligo.
Hicieron el amor a los pies del retrato de Selene, sobre las losas heladas e indiferentes de la iglesia, sobre los nombres de los muertos, con tanta devoción como si consumaran un sacrificio.
Escribirás más libros después de Selene.
—No, éste es el único libro que siempre quise escribir. Lo escribo para mí y para ti y para Selene. Es un libro privado. El libro de una vida. Si consigo terminarlo no escribiré nada más hasta mi muerte. Ya no creo en los libros, cuando era niña pensaba que podían cambiar el mundo, ahora sé que son sólo árboles cortados y horas perdidas.
Te das cuenta de que te haces viejo cuando empieza a parecerte que todo se repite. Que ves día tras día a las mismas personas que te comentan las mismas cosas, que vives una y otra vez lo mismo y que lo único que cambia es el sol o la lluvia, la niebla o el viento. El clima da una falsa ilusión de variedad a una vida que es un mismo día repetido. Quizá por eso a la gente le conforta tanto hablar del tiempo. Si viviéramos lo suficiente sabríamos que la lluvia de hoy gris y salada es igual que la tormenta que asoló Lianes hace cuatrocientos años. De momento sabemos sólo que la lluvia como el mar siempre es la misma y siempre es distinta. Mientras que nuestra Vida empieza a ser siempre la misma sin ser nunca distinta. Encontramos a las mismas personas y les decimos cosas iguales o parecidas. Cuando el sentimiento de repetición llega al amor sabes que estás acabado. Sabes que estás en la fase A o en la fase B, porque ya las has vivido, y esperas con anhelo y decepción a partes iguales la fase Z, esa que llega cuando ya nada importa. Una relación acaba y otra empieza, pero algo de ti se ha desgastado por el uso. Al final te sientes como un cuchillo que ha perdido el filo de tanto usarlo. Lo malo es que los cuchillos que no cortan, como tú, no sirven para nada.
No nos habíamos dado el número de teléfono porque ni siquiera lo teníamos. No sabíamos el segundo apellido del otro ni el nombre de su madre ni su plato favorito. Cada noche encendía una vela y la ponía en mi ventana. Cada noche el viejo faro alumbraba en mi dirección. Entonces me bañaba, me perfumaba y me sentaba a esperarlo. No solía tardar mucho. Poco después de oscurecer, oía tres golpes en la puerta. Siempre los daba, aunque sabía que estaba abierta. Luego se acercaba por detrás y comenzaba a besarme la nuca, el cuello, a lamer mis orejas y acariciar sus lóbulos, a dibujar sus dientes en mi ombligo, a devorarme. Nos dormíamos al amanecer, al menos yo me dormía porque al despertar él no estaba. Yo nunca iba al faro, él siempre venía a mi casa. En cierto modo eso me hacía sentir más segura. Nos veíamos en mi territorio, en el único lugar de aquel pueblo en el que no tenía siempre miedo. Le preguntaba qué hacía cuando no estaba conmigo, aunque en realidad me importaba poco. Para mí mi vida y la suya perdían importancia cuando se separaban. Éramos como fantasmas el uno sin el otro. Sólo cuando estábamos juntos sentía que éramos reales, que latíamos, que estábamos vivos. Creo que, igual que yo, lo que hacía cuando no estaba conmigo era esperarme, esperar el momento de estar juntos, postergarlo, hacerlo durar. Él decía que me traicionaba con sus libros. Tengo muchos, decía, un día te los presentaré a todos. Hablaba de los libros como viejos conocidos, algunos queridos, otros odiados, pero a los que nos reconforta ver porque encontrarlos es sentirte en casa.
Para mí los libros no sólo eran reconfortantes, no eran sólo los únicos compañeros que no me habían abandonado, sino que podían hacer sufrir. Y sin embargo, en aquel tiempo, mientras lo esperaba, leía muchísimo, sobre Selene, sobre las montañas, sobre tantas cosas que eran una sola porque, como a todos los enamorados, me parecía que todos los libros hablaban de mí.
Y, de repente, una noche no vino. Por la mañana caminé hasta el faro. Llamé incluso a la puerta. Nadie respondió. Pegué mi oreja a la madera reseca pintada de verde de la puerta. No oí nada. Puse mi ojo en la cerradura ojival y entonces me sobresaltó un ruido de bolas de hierro que se desploman. Miré hacia arriba, parecía un trueno, era el ruido de un avión que cruza el cielo por encima de las nubes. El avión ya no se veía. Quedaba sólo el surco que había dejado en el cielo como el arado en la tierra. Le había escrito una nota, pero no me atreví a dejársela. Se fue calentando en mi mano hasta parecer un ratón. Tampoco vino esa noche. La tercera noche esperé toda la noche despierta. Me pareció oír la voz de mi abuela, aunque sabía que estaba sola. El viejo grifo que goteaba en la cocina me servía de reloj de cuco para los minutos interminables. Se me cerraban los ojos. Pensaba: si consigo esperar toda la noche sin dormirme, volverá a mí. Los cerraba un momento y los volvía a abrir asustada, segura de haber oído pasos. Pero eran los míos. Medía la casa con mis pies y me parecía demasiado pequeña para vivir. Contaba mis pasos en las baldosas antiguas y me parecía demasiado grande para limpiar. Oí cantar la curuxa, quizá fue en sueños. Esperé toda la noche. Él no vino. Por la mañana, sin embargo, una mancha oscura me aguardaba cuando abrí la puerta. Era Satán. Había regresado.
Cuando me despierto de noche en mi casa, oigo un ronquido. Me quedo sentada y aguzo el oído y entonces me doy cuenta de que es el rugido del mar. Luego oigo soplar el viento como si un niño soplara en un tubo y la lluvia comienza a caer, rebelde, sobre mí. Ésa es la hora en la que me visitan mis miedos y mis esperanzas. Y no sé cuál de los dos es más temible.
Desde pequeña me pareció que la única cosa por la que merecía la pena vivir eran los libros. Mi madre también lo pensaba porque me daba de merendar mientras leía un libro, cocinaba con un libro en la mano y era incapaz de tragar bocado si no era pasando las páginas de un libro. Crecí en una casa donde había libros encima y debajo de la cama, encima de la nevera, sobre las mesas y bajo las mesas, en el alféizar de la ventana, a veces sobre el felpudo de la puerta, en el suelo del salón y en el de la cocina. Mi padre gritaba a mi madre que estaba loca por tener la casa así y ella le contestaba protegiéndose con las páginas de un libro.
Mi madre usaba los libros para esconderse detrás de ellos y que la vida no la pudiera encontrar.
La vida no la encontró pero la muerte la acabó encontrando por mucho que se quisiera esconder detrás de las palabras. Si yo hubiera sido una adolescente normal, me hubiera rebelado. Habría renegado de los libros para consagrarme sólo a las pantallas de plasma en las que todo el mundo me decía que estaba escrito el futuro. Pero ya era tarde para mí. En la casa de mi madre, y digo bien la casa de mi madre aunque hubiera debido decir la casa de los libros, porque todos los demás, mi abuela y yo y por supuesto mi padre, éramos unos intrusos y mi madre, apenas una invitada. Padre duró poco en nuestras vidas, los libros ocuparon su lugar. En la casa de mi madre adquirí el terrible hábito de leer. Terrible porque, sin hacer caso de los gritos de mi abuela, me fui pareciendo cada día más a mi madre. Por eso, cuando cumplí quince años e intenté alejarme de ella, me fue casi imposible. Adquirí el terrible vicio de leer que pronto me hizo objeto de las burlas de mis compañeros de clase. Yo vivía en un mundo distinto del suyo, usaba palabras distintas a las suyas. Pasaba tan poco tiempo en el mundo real que no me di cuenta de que lo único que los niños no pueden perdonar es la diferencia.
Era un poco más gordita que las demás, un poco más pelirroja, más pecosa y con una forma de reír distinta y una mirada particularmente verde, pero nada de todo eso hubiera sido tan grave si no hubiese sido por la funesta manía de leer. Comencé leyendo a Los Cinco y me fui internando en los páramos de Enid Blyton y, antes de que quisiera darme cuenta, se habían convertido en los terribles páramos de Heathcliff y Emily Brontë. Me enamoré de Lovecraft y leí Crimen y castigo cuando sólo tenía trece años. Para entonces, era demasiado tarde para mí. Como mi abuela se empeñaba en recalcar cada vez que me llevaba a misa, ya no había esperanza de que fuese una chica normal que se echase un novio normal y tuviese una profesión normal, que fuese peluquera o programador de ordenadores o profesora de educación física y que me casase con un chico normal que me diese hijos normales. A los trece años, mientras crecían mis tetas y mis dioptrías, cualquiera que me viese sentada en el inodoro escondiendo las gafas detrás de un libro podía darse cuenta de que no había nada normal en mí; que acabaría casándome con un libro o, peor aún, acabaría como mi madre casada con alguien como papá que odiaba tanto los libros que era incapaz de tirarlos sin haberlos leído, alguien que me abandonaría antes de tener tiempo de conocerme.
Y ahora, aunque ya nunca tenía tiempo para leerlos, los libros seguían invadiendo la casa igual que el despiste de mi madre; los encontrábamos cuando abríamos la nevera en lugar de encontrar algo que comer y, a pesar de eso, sobrevivíamos. Incluso quisimos creer que éramos felices. Sólo supe que era cierto cuando ya era demasiado tarde.
A pesar de todo, mi adolescencia contaminada de libros y la influencia de mi miope y bondadosa madre no terminó conmigo. En contra de las peores predicciones de mi abuela, conseguí acabar la carrera de Historia e incluso alguna vez tuve novio. La única secuela claramente visible de mi pasado y mi presente libresco fue que, durante algunos años, soñé con ser escritora.