Selene

Cuando consiguió ponerse en pie, después de haber sobrevivido a la peste, no se sintió eufórica, sino triste, con una tristeza suave que se parecía a la resignación. Cada día llegaban menos enfermos al improvisado lazareto de la iglesia. Un día, cuando ya no quedaba ni un árbol en pie en la ciudad, hubo un solo muerto y al día siguiente no murió nadie. La epidemia cesó tan rápido como había comenzado, se limpiaron las calles y los supervivientes se saludaron como resucitados. Todos tenían aire de convalecientes. Los pocos que habían estado enfermos y habían sobrevivido como Selene y los que nunca habían contraído la enfermedad. Todos se recuperaban lentamente y se dejaban llevar por aquella tristeza que se parecía a la música.

Aprendían a andar de nuevo, como recién nacidos, y sentían ganas de abrazar a los desconocidos que se cruzaban por las calles casi desiertas. Y por la noche, en sus camas, no podían dormir, embriagados por la alegría feroz de estar vivos y por la culpa insoportable de seguir viviendo.