Ainur

Seguía lloviendo y era un día distinto, que parecía igual, la mañana en que el farero me llevó a ver los esqueletos de la cripta de Santa Magdalena. En nuestra infancia, la existencia o no de aquellos huesos había sido objeto de fascinación y de terrores infantiles. Yo nunca los había visto y estaba convencida de que eran sólo una argucia de los adultos para asustar a los niños que volvían tarde por la noche o que no se acababan la sopa.

—No —dijo Magic—, son de verdad. Yo los he visto. Son un memento mori, un monumento a la muerte. Sirven para recordar a los vivos que tenemos que morir. Fueron puestos ahí para darnos miedo.

—Y para que hiciéramos lo que dicen los curas.

—Para que recordáramos que tenemos que morir.

—Creo que eso lo recordamos sin que nadie nos diga nada.

—No creas, a mí se me olvida cuando estoy contigo.

—A mí nunca se me olvida.

—Qué dramática es mi chica —dijo, y me besó.

No sé cómo había conseguido Magic la llave enorme de hierro de la vieja capilla. Era una pequeña capilla románica, con un altar central y una hornacina lateral, donde, oculto en la oscuridad, estaba el enorme cuadro que representaba a Santa Magdalena y que había dado nombre a la iglesia y a la parroquia. Había leído mucho sobre él, porque algunas fuentes decían que era un retrato de Selene, la comadrona tenida por santa y por bruja. Algunos eruditos iban más allá y afirmaban que era un retrato que le habían pintado después de muerta. Tiré de la mano de Magic porque el retrato era lo que más me interesaba de la iglesia. Había preguntado por la llave pero me habían asegurado que sólo la tenía el Señor Oscuro. Hasta el momento había hecho acopio de fuerzas para ir a pedírsela pero nunca me había atrevido a acercarme a la casa de los postigos cerrados. Y ahora resulta que Magic la había tenido todo el tiempo.

Pensé que a veces no encuentras lo que buscas porque lo tienes demasiado cerca.

Magic me puso la mano en los labios, olía a tabaco y a hombre y a algo amargo que no supe qué era. Dejé que aquella mano fuerte con venas marcadas me alejara del cuadro de la Magdalena, para conducirme al sepulcro que estaba al otro lado de la ermita. Tiró de un anillo en el suelo y dejó al descubierto la entrada de la cripta. Soy un poco claustrofóbica, me daba miedo arrastrarme por el pasadizo debajo de la iglesia, en la oscuridad. Magic tenía una linterna. Demasiado pequeña. A su luz insegura vimos que el corredor se hacía un poco más amplio. El aire olía a humedad. Antes de ver los esqueletos, los sentimos. Miles de escarabajos negros nos amenazaban en la oscuridad. Tardé un momento en darme cuenta de que eran las cuencas vacías de los muertos. Agujeros negros que absorbían la luz y las preguntas con miradas sin ojos que se clavaban como cuchillos en los nuestros. Las paredes de la cripta estaban hechas de cientos, quizá miles, de calaveras de todos los tamaños y, delante de nosotros, en una especie de altar, vestidos como príncipes, estaban los esqueletos de tres niños. Me acordé del niño que habían matado por romper un televisor.

—¿Y éstos, qué han roto? —dije, apretando la mano de Magic. Con él no sentía miedo. Sólo me parecía un espectáculo de mal gusto.

—Son los hijos de un conde. Fue un gran honor para ellos que los enterraran aquí.

Uno de los esqueletos, el más pequeño y desvalido, abría los brazos formando una cruz. Con una mano sostenía un misal, con la otra una loseta grabada: «Como tú eres, nosotros hemos sido; como somos, tú serás».

Era macabro. Como el decorado de una película snuff, pensé.

—Es una película snuff del pasado —dijo Magic, y me dio un beso, quizá porque pensó que iba a gritar.

Recordé las clases de historia, la frase que un esclavo repetía al general romano al que se concedía un triunfo. Todo el mundo lo aclamaba y le arrojaba flores. Todos los hombres querían ser él y todas las mujeres acostarse con él. Por eso en la cuadriga del ganador iba un esclavo que le repetía: «Recuerda que eres mortal». Bueno, en realidad le decía: «Recuerda que no eres un dios», que es lo mismo.

Se lo dije al farero.

—Por eso te he traído aquí, para recordar que no soy un dios, que soy mortal, que no soy ni el primero ni el último hombre que se ha enamorado.

—Vámonos de aquí, casi no hay aire.

Lo que más me había impresionado de la cripta no eran los huesos, no el hecho de que estuvieran muertos, sino el de que todos los huesos se parecieran tanto. La vida era siempre única, individual, irrepetible, quizá equivocada. La muerte tenía razón y era igual a sí misma, como un gesto repetido en un espejo sin fin. Los vivos somos o parecemos distintos. Los muertos parecen o son iguales. Las calaveras se asemejaban a piezas de un ajedrez o a botones de muestra: eran iguales, igualmente muertas para siempre, no tenían ya nada de las risas, de la mala leche, de la perversidad o la picardía que las había convertido en rostros. Tenían todas el no rostro uniforme de la muerte.

—Vas a ver una cosa que nadie ha visto.

—¿Qué?

—Algo que no puedes contarle a nadie.

Apenas habíamos dejado atrás el aire viciado de la cripta, Magic me condujo hasta el retrato al óleo de la Magdalena. Yo la había olvidado completamente. Era una tabla de factura flamenca de grandes proporciones. Me pareció demasiado ostentosa para una iglesia tan austera. Magic la alumbró con la linterna.

—¿Te das cuenta? —me dijo, y no tuve más remedio que darme cuenta.

La pintura representaba a una mujer pelirroja, muy delgada y un poco ajada, pero hermosa. Estaba arrodillada con una calavera entre las manos. Al fondo se veía un paisaje con pinos y una tempestad que avanzaba con grandes relámpagos. El paisaje no era, no podía ser, el de nuestro pueblo; parecía un paisaje de la Toscana, como los que yo había visto en los museos. Hubiera sido apacible si los relámpagos no hubieran resultado tan amenazadores. El cuadro era de buena factura, aunque la pintura estaba como si hubiera sobrevivido a un incendio. Una lengua negra avanzaba hacia la Magdalena. Nunca llegaba a tocarla, pero el resplandor de las llamas parecía reflejarse en el resplandor de sus ojos verdes rodeados de una telaraña de arrugas de seda. Yo me fijaba en todos los detalles para no mirar lo que me había turbado, pues, a pesar de que el rostro de la mujer miraba a tierra, era imposible no ver el parecido.

—¿Qué puede significar?

—No sé —dijo el farero.

—Tú ya lo sabías.

—Sí, y por eso quise que vieras primero la cripta, para que comprendieras que no es tan importante.

—¿Seguro que no es una broma? ¿No has preparado tú ese cuadro?

—Lo pinté hace cuatrocientos años y me senté a esperar a que llegaras.

—Sí, claro.

—No es cosa de risa.

—Bueno, sabes que en este valle se dice que todos somos primos, que la endogamia es tal que todas las familias están emparentadas. Altamira no está lejos de aquí, y en el ADN de los habitantes de los pueblos vecinos a la cueva han encontrado los mismos genes que los de los que pintaron los bisontes y los caballos.

—¿Quieres decir que todos los hombres son hermanos?

—Quiero decir que todo tiene una explicación lógica.

—Una explicación habrá, estoy seguro. Pero no creo que sea lógica.

Sabes que la cueva, la sima de los huesos fue lo primero. Siempre ha estado ahí. Antes que la iglesia. Antes que el pueblo.

—Las cuevas eran sagradas. Eran la vagina de la tierra por donde la Tierra había sido fertilizada. Y eran el útero donde volver a encontrar la seguridad de la Madre Tierra. En las cuevas, en las simas, lo que estaba oculto podía revelarse.

—Como tu parecido con Selene. Según el manuscrito de la partera que me enseñaste, esa tabla es su propio retrato. ¿No te recuerda a alguien?

—¿A quién tendría que recordarme? —mentí.

—Es igual que tú.

—Se parece algo. Pero ya sabes que aquí en el norte todos somos primos, en este valle hay tal endogamia que todas las familias están emparentadas. No hay nada nuevo bajo el sol, ni ninguna familia nueva en esta región. Ése tiene que ser el motivo del parecido.

—Ainur, se te parece como una gota de agua a otra gota. Parece un retrato tuyo vestida de Magdalena. ¿Es casualidad o es el motivo de que te obsesionaras con ella?

—Cuando empecé a interesarme por su historia ni siquiera sabía que ése era su retrato. Es otra cosa la que me llama la atención. Éste es el único pueblo que conozco cuya ermita está consagrada a la Magdalena. Y luego resulta que el modelo de su Magdalena es una mujer a la que quemaron por bruja. ¿En qué quedamos? ¿Era bruja o era santa?

—Lo importante es que no era como las demás, eso es lo que importa. Las santas tampoco lo tienen fácil y, de santa a bruja, no va mucho. Piensa en Juana de Arco.

—Ya, hoy en día Juana de Arco estaría ingresada por esquizofrenia.

—Pero sus visiones eran reales.

—Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que conoce tu filosofía.

—Eso es de Hamlet.

—Mi abuela decía que, aunque no veas a los espíritus, no por eso ellos dejan de verte a ti.