Después del juicio, después del acoso de los periodistas, después de que el teléfono sonara sin parar y luego dejara de sonar, una noche aparqué mi coche, como todos los días, al lado de mi casa, de lo que yo creía que era mi casa y mi vida.
Me fui a cenar con una chica cuyo nombre no recuerdo. La verdad es que hay muchas cosas que no recuerdo de esa noche, porque cuando salí del local descubrí que no sabía dónde había aparcado mi coche. Es una situación común, le ha pasado a mucha gente, pero aquella noche yo no podía recordar en absoluto el hecho de haber aparcado. Vagué durante horas por la ciudad llena de gente que revolvía en las basuras. Me senté con ellos en las aceras. Seguí caminando y llegué hasta barrios que no tenían aceras. Seguí caminando y descubrí que la ciudad era un monstruo inacabable, sin contornos. Un monstruo con ojos de semáforo y boca de alcantarilla, cuya repulsiva piel de asfalto se erizaba al vomitarme. La luna parecía la sonrisa de un viejo loco y, sin embargo, me alegré de que se viera la luna reflejada en los charcos. Toda mi vida se reflejaba en aquellos charcos. De repente, no sólo no sabía dónde había aparcado mi coche. Ya no podía o no quería recordar dónde vivía. Dormí junto a un mendigo entre cartones, en la plaza de Santa Ana. Olía a vino barato y a orines, pero me pareció un asidero en la ciudad sin rostro. Ya nunca volví a mi casa. Hace sólo dos días encontré por fin las llaves en mi viejo pantalón. A veces pienso que el coche se lo llevó la grúa, a veces pienso que me volví loco. Mi vida se la llevó la grúa. El caso es que, en cuanto amaneció, me fui a la Estación Sur de autobuses y me vine aquí. Ya no quedaba nada de la casa de mis abuelos. Se la había comido la lluvia. Pero estaba el viejo faro. Deshabitado. A eso había venido yo, a encontrar un faro. Y aquí estoy.