Ainur

Al farero le gusta verme con traje de chaqueta, ese uniforme de ciudad que juré no volver a ponerme cuando conseguí huir del alcalde y de sus consejos de administración. Él me lo quita voluptuosamente. Le gusta por lo mismo que a mí me disgusta. Durante los largos años en que trabajé doce horas en una oficina, me disfracé con el traje cada mañana. Igual que un superhéroe, pensaba que con el traje venían los superpoderes.

Como aún no se había inventado la ropa del poder, vestirse para triunfar significaba llevar la versión femenina del traje masculino, pues esto es lo que se esperaba de nosotras: que fuésemos versiones femeninas del hombre. Demostrar mi valía no había servido de nada. Lo que no conseguí trabajando doce horas, lo conseguiría pareciendo asexuada, cubriendo todo lo que en mi cuerpo recordaba mi sexo. Les haría olvidar que era una mujer, si me vestía como un hombre, si tapaba mis tetas y apretaba mi culo. Sería una mujer disfrazada de hombre para ir a la guerra de todos los días, la guerra del atasco y de las ocho horas, la guerra de la oficina en la que todos salíamos perdiendo. Como la monja alférez, yo les convencería de que pensaba como un hombre y quizá después de eso me dejaran en paz.