Selene

Los primeros días de la peste la gente decía que era sarampión. Selene no podía saberlo porque no la dejaban visitar a los enfermos. No obstante, sabía que el sarampión es el heraldo de la peste y sabía también que el municipio no habría cerrado las entradas de la ciudad sin certeza de pestilencia. El doctor Villarroel afirmaba que era sarampión y no peste y visitó a los pestilentes durante cuatro días. Al cuarto los pacientes presentaron unas bubas en las axilas y comenzaron a sangrar por la nariz. Ese mismo día el doctor Villarroel huyó de la ciudad, con su caballo, su mujer, su título de Medicina y el ánimo de sus conciudadanos.

El concejo que había prohibido intervenir a Selene acudió a verla en pleno con sus jubones de gala adornados con su terror y sus medallas.

—Contra la peste no hay remedio, ni siquiera los míos —dijo Selene—. Pero no abandonaré a los cristianos a su suerte.

Pidió que dictaran ordenanzas prohibiendo entrar y salir de la villa, obligando a que la gente no saliera desus casas, que se suspendieran las cofradías, las bodas, los bautizos e incluso los funerales porque la peste se transmitía por el contacto directo de una persona infectada. Mandó encender hogueras en cada esquina para quemar cantueso y romero y caminar protegiéndose con un trapo empapado en vinagre. Y luego se santiguó y les dijo que además de hacer todo esto era menester rezar, de modo que se granjeó la simpatía de los pocos clérigos que ni habían huido ni habían muerto.

Persuadió a los magistrados de que el hambre favorecía el contagio, por lo cual un pregonero anunció que se darían media libra de pan y media de carnero por persona y día a los pobres. Y para las medidas más impopulares ella misma acudía a las casas infectadas cuyas puertas habían sido condenadas para atajar el contagio. Separaba con delicadeza las tejas y les entregaba los víveres con sus propias manos. Insistió en que debían enterrarse todos los cadáveres, tarea difícil porque no había madera para tantos ataúdes ni nadie que se atreviera a tocar a los muertos por miedo a la plaga.

Nadie quería hacer ese trabajo y al final ofrecieron libertad y tres ducados a dos delincuentes desnarigados. Pero uno de ellos enfermó al segundo día y entonces nadie quiso seguir con esa tarea. El cabildo triplicó la paga y milagrosamente dos asesinos aceptaron, más por miedo a morir en la cárcel que por pensar en los ducados porque todo el mundo sabe que los muertos no los necesitan. Selene pidió que se les diesen los mejores alojamientos y ropajes, que sobraban en aquellos días pues tantas casas nobles habían quedado desiertas, y aseguró que del buen cumplimiento de su tarea dependía que se acabase por fin la epidemia.

Selene se pasaba todo el día en el hospital habilitado en las naves de la iglesia, sin duda el lugar más fresco del pueblo y, desde que ella llegó, el más limpio. Ella misma fregaba el suelo dos veces por día, y cuando un enfermo moría restregaba el lugar con sosa cáustica. Casilda la ayudaba sin perder la sonrisa:

—Ya sabes que pondrás en mi epitafio que Casilda siempre te sonreía.

En aquellos momentos cuando Selene oía hablar de epitafios se estremecía.

La pestilencia comenzaba con una fiebre leve con dolor de cabeza como la de un resfriado común, enseguida la fiebre se alzaba hasta llegar al delirio, sólo entonces aparecía una lesión en la ingle, en una axila o detrás de una oreja que llamaban buba. Selene no sangraba a los apestados ni cortaba ni quemaba sus bubas aunque había oído que se podía hacer. Simplemente refrescaba su frente con paños fríos, con agua de rosas hasta que se acabó y trataba de aliviarlos en lo que podía. Con el tiempo se acostumbró a los lamentos, a los escalofríos y a los ojos salidos de sus órbitas. Daba gracias a Dios porque nunca pudo acostumbrarse del todo. A los pocos días su vida anterior le parecía un sueño, pero ésta, entre humores verduzcos y hediondos, no dejó nunca de ser para ella una pesadilla. La mayoría de los enfermos morían a los dos días de haber aparecido la buba tanto si se les sangraba como si no. En algunos casos afortunados la buba comenzaba a supurar un humor maligno, como si los diablos abandonaran al paciente. Ésos eran los pocos que se recuperaban y sobrevivían. Selene intentó ayudar a que la buba supurara con cataplasmas de mostaza, de higos y de cebollas hervidas. A veces funcionaba pero nunca sabía si la medicina había surtido efecto o si hubieran sanado de todos modos. En todos sus años de sanadora jamás había visto fiebres tan altas. Vio a niños que saltaban en su lecho y a gentiles doncellas que juraban como mujerzuelas. Ya no había bien ni mal, sólo un hedor insoportable que acababa con las ganas de vivir. En las calles el concejo trataba de impedir los robos y los pocos sacerdotes que no habían huido predicaban contra la lujuria. La vida se había convertido en un hilo tan sutil y afilado que había cortado de cuajo las ataduras de la decencia. Fornicaban en las calles y en las iglesias, delante de los cadáveres insepultos y de los niños de pecho. Gozaban viejos con muchachas, doncellas con señores, señoras con lacayos, judíos con cristianos y novicias con frailes porque nadie sabía si aquel día no sería el último y habían dejado de temer el infierno porque sin duda estaban en él.

Las ratas agonizaban en las calles. Los transeúntes las apartaban a patadas. Habían muerto los mulos y los caballos porque el Mal no diferenciaba hombres y bestias. Al contrario, a los que se habían creído hombres, los convertía en bestias. La buba era un espejo y al ponerlo delante de un hombre su alma se reflejaba con claridad. Los más no la tenían. Muchos padres abandonaban a sus hijos apestados. Al ver las bubas los amantes abominaban del cuerpo que tanto habían deseado. Las calles estaban atestadas de moribundos a los que nadie quería atender. No había curas que diesen la extremaunción porque los que quedaban permanecían encerrados quemando en sus escondrijos el incienso del culto que decían que detenía el contagio. Y, sin embargo, Selene y Casilda seguían luchando en medio del terror, para aliviar el sufrimiento, sin tener más que algunas palabras y un poco de agua de rosas.

A veces les llegaba un gran griterío pero en las naves de la iglesia-hospital Selene no tenía tiempo para prestar atención a la algarabía de las calles. Contaban el número de muertos que ahora había comenzado a disminuir cada día.

—Hoy han muerto la mitad que ayer —anunció Casilda una mañana, pero Selene no la escuchaba.

Desde la noche anterior se sentía pesada, las rodillas no le respondían. Respiraba con dificultad y le ardía el estómago como si hubiera tomado muchas especias aunque lo cierto es que llevaba días sin comer, bebiendo sólo agua. Estaba poniendo paños frescos sobre la cara de una muchacha de dieciséis años, una cara que había sido hermosa pero que ahora era una mueca inflamada. Los ojos brillantes y en blanco. Selene la miró y supo que ésa era la cara que ella tenía en ese momento.

Sus ojos encontraron los de Casilda y leyó la terrible sentencia en la forma en la que bajó la mirada. Al final Casilda la obligó a tenderse en un jergón como ella había hecho con tantos otros. Pensó que debía decirle algo para que la recordara tras su muerte, pero sólo se le ocurrió decir:

—Pon en mi tumba que tu amiga Selene sonreía siempre.

Quiso tomar nota de los síntomas de la enfermedad pero, al subirle la fiebre, la cabeza le estalló de dolor, era un dolor blanco, como un resplandor que anuló el mundo exterior. Las mantas la oprimían como garras y se hubiera arrojado del jergón si Casilda no la hubiera sujetado. En medio de la inconsciencia la tranquilizaba pensar que había ocurrido lo peor, que cada noche había temido enfermar y cada mañana se había despertado buscando en sí misma los síntomas. La realidad era siempre un poco menos terrible que sus temores y además aquel resplandor blanco de luz y dolor se llevaba consigo la responsabilidad y el sufrimiento de los que morían cada día que la habían consumido durante aquellas semanas. Quería que todo acabase de una vez. Pensaba que si tenía que soportar una muerte más, que fuese la suya, porque había llegado al límite, a un lugar entre el cielo y la tierra en el que hasta los más valientes descabalgaban y se rendían.