En la noche, envuelta en el humo que hace que mis ojos lagrimeen todavía más.
Fumo porque fumar hace que lloren mis ojos. En la noche junto a él.
Estoy con él igual que fumo porque hay cosas que nos gustan porque sabemos que nos hacen daño.
En la noche comprendo mi vida. No puedo creer que todo vaya bien, de repente todo va bien. Le quiero. Me quiere. Pienso que no es posible, espero de un momento a otro el mazazo, el golpe definitivo, el hacha que cae sobre mí, porque me doy cuenta de que siempre he pensado que la felicidad no es para mí, que las parejas perfectas no son para mí, que son cosas que les suceden siempre a otros y ni siquiera a tantos. Igual que algunas personas creen que los accidentes siempre los tienen los demás, yo me he acostumbrado a que los demás sean los que pueden ser felices. Tengo miedo, pánico a esta sensación de que las cosas, por fin, comienzan a marchar bien. Me parecen las trompetas del Apocalipsis, la evidencia de que algo terrible está a punto de suceder y trato de apartarlo de mi cabeza. Sé que la batalla final está dentro de mí. ¿Por qué no he de ser feliz yo? ¿Por el hecho de que miles de seres humanos no lo sean? ¿Porque la felicidad no existe? Creo que la felicidad sí existe. Somos nosotros los que apenas existimos. Por eso no nos ve. ¿No he llegado hace tiempo a la conclusión de que el cielo y el infierno (sobre todo el infierno) existen en esta vida, sólo en esta vida? El cielo y el infierno están aquí y ahora y nosotros los construimos o los destruimos con cada respiración, con cada beso, con cada patada, con cada orgasmo, con cada miedo. El miedo guarda la puerta del infierno y protege la puerta del cielo. Miedo a ser feliz, miedo a ser libre, miedo a ser yo. ¿Por qué me parece imposible esta sucesión de tardes felices, este calor que me invade cuando siento su cuerpo pegado a mi cuerpo?
La suavidad.
De pronto los dos nos volvemos suaves. Nos volvemos agua. Agua que se puede mezclar, agua que acaricia. Primero éramos fuego, ahora somos agua. Somos oxitocina que se derrama: hormona del amor, que es también la hormona terrible del parto, de la unión y la separación. El amor y el dolor que son lo mismo.
Sólo es cuestión de dosis.
Podemos pasarnos la noche entera hablando mientras nos acariciamos. Ésos son los momentos que prefiero, hacia el amanecer estoy exhausta, tan cansada que no siento mis contornos. El agotamiento es una borrachera. Nos eleva sobre lo frágil de nuestro tacto. A esa hora veo cómo las palabras flotan sobre mí como los anillos del cigarrillo que él se fuma, sigo contando como Sherezade cada noche un poco más de la historia de Selene, de lo desesperada que estaba cuando quemaron en la hoguera a su tía Milagros y de lo que sucedió cuando apareció el perro negro. Le cuento todo eso porque lo demás, lo que hizo durante la peste, la manera en que luchó toda su vida por aprender a curar, el coraje que encontró cuando nadie se lo esperaba no pueden entenderse sin el hecho de que Selene había sido traicionada dos veces: al nacer por sus padres y más tarde por el mundo entero, cuando acabaron con la persona que más quería, por eso no temía a la muerte y también por eso quiso salvar el mundo. Pero en aquel momento sólo quería huir.