El farero

Vivo en un faro que ya no alumbra, porque me interesan las cosas que han dejado de funcionar. Cosas que han sido útiles y un día se vuelven inútiles. Como las personas. Somos útiles mientras pagamos impuestos y subimos la bombona de butano. Si nos resbalamos por las escaleras, somos inútiles. Este pueblo existe porque existe el faro. Ahora el pueblo sigue existiendo y el faro está apagado. Como yo, que sigo existiendo aunque me hayan apagado.

Lo que te voy a contar sucedió el último año que fui joven. El año en que me divorcié, el año en que violaron a una de mis alumnas, el año en el que perdí mi trabajo y mi vida cambió para siempre de un modo que nunca hubiera imaginado. Había sido el profesor más joven de mi promoción y luego fui el más joven en acabar una tesis doctoral. Había olvidado mi sueño de pisar la Luna. Trabajaba en el mejor colegio y yo era el mejor. Me gustaba moldear los pequeños cuerpos de los niños, saber que hacía crecer sus piernecitas y sus bracitos, que mis ejercicios eran los mejores. Me sentía útil. Corría diez kilómetros todos los días. Leía cien páginas todas las noches. Mi vida era un reloj bien engrasado. Un faro que alumbraba. Y entonces llegó el primer anónimo. Lo recibió el director del colegio. Me acusaba de algo muy grave. Fue para ayudarme por lo que llamó a la policía. Creía que la policía comprendería de inmediato que yo tenía un enemigo y castigaría al que intentaba hacerme daño. Al menos eso fue lo que me contó, porque la policía no pensó eso, la policía creyó el anónimo, en él se me acusaba de abusar de una de las niñas. Era una pequeña esmirriada y poco agraciada. Lloró cuando la llamaron al despacho del director. Yo también lloré, pero de rabia. Llamaron a sus padres. Ellos autorizaron el examen forense. La niña no había cumplido los diez años. El forense confirmó que había sido violada. Mi abogado pidió una prueba de ADN pero el juez no la consideró necesaria. Para entonces yo llevaba casi un año en la cárcel esperando el juicio. Fui condenado. Pasé dos años en la cárcel. Me pidieron que entrenara a los presos. Me negué. Y dejé de entrenar yo mismo. Ya no corría. Ni siquiera caminaba. Lo único que me salvó de morir en la cárcel fue leer.

Al principio del tercer año detuvieron al padre de la niña por abusos deshonestos. Para entonces, la pequeña estaba embarazada. La sometieron a un aborto clandestino y la llevaron a morir al hospital. Allí la niña confesó a los médicos que su padre la violaba desde hacía años y que era él el que la había obligado a acusarme. El caso salió en todos los periódicos, pero yo había perdido mi empleo y nadie quería darme trabajo. Un profesor acusado de cometer abusos, aunque sea una acusación falsa, está bajo sospecha. Todos piensan: algo habrá hecho, cuando el río suena, agua lleva. Pero lo peor es que, tres años antes, las televisiones habían hecho un auto de fe pidiendo cadena perpetua para mí. Castración química. Pena de muerte. No digo que no tuvieran razón pero estaban condenando a un inocente y de esa condena, al contrario que de la prisión, nadie podría liberarme. Los medios echan sobre ti el oprobio y luego no tienen tiempo para perder rehabilitándote. No gastan ni un minuto ni un euro en deshacer el mal que han hecho. Son dioses e, igual que Dios, una vez que han echado al hombre del Paraíso quizá no saben cómo hacerle regresar.