El viento sopla otra vez sobre la aldea. Rompe las ramas de la higuera que crece junto al cementerio. Desparrama las tejas sobre el tejado de la casa como si fueran los dados de algún misterioso juego. Rompe la veleta del ayuntamiento. Rompe el delgado muro que con tanto esfuerzo he levantado para protegerme del pasado. Para olvidarme de quién soy. Recuerdo la historia de Consuelo. Ahora me parece bajita e insignificante. La recuerdo cuando yo era niña como alguien muy grande. Era yo la que era pequeña. No tenía arrugas ni el ojo de cristal. Tenía la mirada verde y los niños la perseguían a través del pueblo. Vivía con su hermana en la última casa donde comienza el bosque. Entonces era la tonta del pueblo. Por todo eso no la reconocí. Creo que no quería reconocerla, no quería acordarme de aquellos tiempos del pan Bimbo, el jamón york; del paso del blanco y negro al color; del pichi a la falda corta; de Barrio Sésamo al cine de barrio; de ser hija de madre soltera a ser meiga, hija de una meiga y nieta de otra. Los demás niños se burlaban a veces de mí porque no tenía padre y de nada servía que les asegurase que sí lo tenía, aunque no viniese a ayudarme cuando me pegaban. Así que, para mí, era un alivio que se metieran con Consuelo. Al menos se olvidaban de mí. A los niños les gusta tener un monstruo del que huir y un animal herido del que reírse. Por eso los chiquillos la perseguíamos cantando su nombre: Consuelo, Consuelo, pero no hallábamos ninguno en ella. Ahora me doy cuenta de que no era tonta. Era malvada, con una maldad tan pura que parecía simpleza. Mi amigo Magic y yo nos compadecimos de ella aunque se burlaba de nosotros porque estábamos siempre juntos. Yo no tenía padre, Magic no tenía madre. Los niños perseguían a Consuelo y Consuelo nos perseguía a nosotros: «Son novios, son novios, la hija de la puta viva y el hijo de la puta muerta son novios».
Aquello nos volvía locos, le dábamos caza por las eras, hasta el principio del bosque de castaños donde los helechos ocultaban el suelo y las ramas no dejaban pasar la luz del día. Pero, a pesar de que cojeaba desde que era niña, siempre nos daba esquinazo y se refugiaba en el cementerio. El cementerio de nuestro pueblo está sobre el acantilado, encaramado a rocas negras que han salido del mar entre llamaradas de fuego hace muchos miles de años. Las rocas volcánicas se habían aprovechado para las tumbas de los pobres, mientras que los ricos habían encalado las suyas. Ahora el cementerio era una ciudad blanca y negra, siempre indefensa ante el mar enfurecido. Era el rincón de la costa donde el mar solía ensañarse. Golpeaba con un estruendo ronco como si quisiera afirmar que estaba vivo. Las olas rompían a los pies del cementerio con ira y la espuma mantenía húmedos los nombres de los muertos. Cuando había tormenta, las olas se tragaban el cementerio, pero éste siempre volvía a surgir renovado, más limpio y más hermoso. Por encima del mar. Porque ni siquiera el mar podía vencer a la muerte.
A pesar de todo ello, a nosotros, los niños, nos daba muchísimo miedo. Nos habían enseñado que las ánimas del purgatorio y los muertos que habían perecido sin confesar sus pecados andaban por allí como Pedro por su casa. De hecho, mi abuela afirmaba que los muertos vivían con nosotros en cada casa del pueblo, comían cuando nosotros comíamos y bebían vino invisible a nuestros ojos. Nuestros antepasados compartían el aire de nuestras calles que fue suyo antes que nuestro. Según mi abuela, no había que tenerles miedo, al menos no a todos; la mayoría de los muertos era buena gente como nosotros, sin mayores poderes. Aunque algunos… algunos sí que son malaje, decía mi abuela, y se callaba. Pero, en mi corazón de niña, eso bastaba para sembrar el terror, el terror en el que crecen los niños, terror a algo que no tiene nombre, horror a eso que crece bajo tierra y bajo nuestra minúscula pátina de civilización, porque ya de niños sabíamos que las reglas de urbanidad se habían inventado para disimular el monstruo que los hombres dejan libre cuando creen que no les ve nadie. Se vuelven peligrosos porque piensan que ni siquiera les ve ese ojo interior siempre abierto que vigila día y noche para que el lobo que llevamos dentro no se reúna con el que aúlla en los bosques.
En aquellos días todavía oíamos a los lobos, y a la curuxa, cuyo canto, también según mi abuela, anunciaba una muerte en el pueblo. Por eso nunca perseguíamos a Consuelo dentro del cementerio y ella se sentía a salvo allí. De lejos la veíamos, sentada sobre una tumba haciendo calceta, conversando animadamente. Hablando sola o con las olas. O con los muertos.
Cómo sabes lo que dijo Selene? ¿Y esa Casilda? ¿Existió? ¿O te las has inventado tú? ¿Cuentas la historia o te la inventas?
—No queda claro cómo se conocieron Selene y Casilda. Parece que Selene le salvó la vida curándola de unas fiebres y Casilda la alojó en su casa y a partir de entonces la siguió a todas partes. Corrieron rumores sobre la relación entre las dos mujeres que vivían solas sin hombres. Nunca llegaron a acusarlas de nada pero estaban en boca de todos. Casilda dio testimonio en el proceso de Selene. Gracias a ella, pudo acusársele también de herejía. Aunque esa acusación no prosperó.
—¡Pero era su amiga!
—Ante el tormento no había amigos; sólo, hombres y santos. Los seres humanos, que eran la mayoría, confesaban siempre ante la tortura.
—Sin embargo, tú me habías dicho que Casilda trató de ayudarla, que quiso contar todo lo que Selene había hecho el año de la peste.
—Y lo contó. ¡Vaya si lo contó ante el Tribunal! Su declaración llenó treinta pliegos. Pero, como verás, su testimonio no tuvo el efecto deseado.
El limpiaparabrisas limpia la noche. Los faros barren las curvas de la carretera. Zigzag. Zigzag. El sonido de la lluvia hace pequeños lunares a la oscuridad. En las cunetas se ven sombras extrañas. La carretera está mal asfaltada. Las ramas de los árboles golpean nuestro coche. No recordaba que el faro quedase tan lejos del pueblo. Pero queda lejos, porque llevamos una eternidad sentados en la intimidad de la lluvia y de los ojos que miran en la misma dirección. Hablando y perdiéndome en mi voz porque, cuando dos hablan en un coche, es como si uno hablara solo, como si le hablara a la lluvia o a la carretera y los pensamientos fueran esas sombras oscuras que uno ve en las cunetas y que, como mucho, son flores a los muertos.
El faro debe de quedar muy lejos porque, en las pocas curvas que separan el pueblo del faro, el farero me contó su vida. Yo le había explicado lo del anónimo. Le había preguntado quién le quería mal o nos quería mal. ¿Quién podría haberlo escrito?
No me respondió pero relató su vida.
Él había sido ingeniero aeronáutico. Pero Europa no quería gastar dinero en ir al espacio. Daba clases a niños en Madrid. Aquélla no era su primera vida. Me contó cómo pagó por una violación que no cometió, me contó su juicio y cómo en la cárcel llegaron a acusarlo de matar a un hombre. «Y el único hombre al que me interesa matar es a mí mismo». Y me contó cómo había llegado hasta aquí. Pensé que nuestras historias eran demasiado parecidas; que yo también, como él, había sufrido un doble juicio y una doble persecución. Pensé que la moderna Inquisición eran los periódicos, las televisiones, los tertulianos, que hablaban de lo que no sabían y trataban de vender periódicos, de subir la audiencia pasando por encima de lo que hubiese que pasar, no importaba si eras una pobre mujer de provincias o un profesor de gimnasia; si caías bajo la rueda de la gigantesca maquinaria de la maledicencia catódica estabas perdida. Cuarenta tribunales podrían absolverte pero el ojo de la cámara te perseguiría hasta el fin del mundo.
Las televisiones habían tomado el relevo a las cotillas de los pueblos; en este mundo en el que nadie sabe quién es su vecino, las teles creaban personas sobre las que cotillear.
La tele es la gran cotilla de este mundo sin cotillas. Para cotillear hay que conocer y en las ciudades todos nos desconocemos. La gente no tiene tiempo para conocer a su vecino así que le fabrican un vecino de papel, un personaje tan famoso que uno tiene la sensación de que lo conoce, alguien al que uno ve más a menudo que a su vecino, del que sabe cosas que a su vecino no se atrevería a preguntarle, como con quién pasó el último fin de semana, cuál es su plato favorito, qué anillo le regaló su novio, qué color le gusta más o qué perro le mordió de pequeño. El famoso es un vecino virtual. La gente sabía cómo era la ropa interior de Lady Di y no sabe cómo es la ropa interior de su vecino.
¿Cómo explicar si no que para millones de personas la vida de Lady Di fuera mucho más importante que la de su vecino de escalera? Es difícil que Lady Di cambie tu vida y tu vecino podría cambiarla aunque fuera porque su novia lo deja, se suicida por amor cortándose las venas en la bañera y, de resultas, inunda tu casa porque el agua se desborda. El agua de la bañera de Lady Di nunca va a llegar a tu casa, pero te da lo mismo porque Lady Di es real para ti. Está viva para ti aunque esté muerta. Tu vecino sólo es un fantasma. Alguien hecho de cosas banales como la carne y la sangre y no de la sustancia del dios de nuestro tiempo. El vecino es un fantasma porque no está hecho de papel satinado, ni de plasma, ni de trescientas sesenta y cinco líneas, los materiales de los que se nutre el corazón del dios insaciable de nuestros días. Por eso lloras por Lady Di y no lloras por tu vecino. No es que no tengas sentimientos, es que no tienes imaginación.
Porque para todas esas personas lo real sólo existía si eran capaces de verlo a través de una pantalla. Las pantallas son los preservativos de la mente, desde el siglo XX, que no XY, el siglo de la mujer y no del hombre, el siglo del sida mental; las pantallas se ponen entre la realidad y tú, y sólo parece real lo que ves a través de ellas. Y resulta que ahora yo estoy al otro lado de la pantalla, en un pueblo real, con cotillas reales que espían detrás de las puertas, un pueblo donde todos son cojos y la niebla es tan espesa que perturba la señal de televisión.
Igual que para el farero, para mí la televisión ha sido la Inquisición.
Una Inquisición que tiene espías en cada casa, colocados en cada estantería.
Para la mayoría de las personas no existes realmente hasta que te ven por televisión. Mientras tanto no eres más que un espectro. Tienes apariencia de realidad pero no eres real porque para ellos sólo lo es lo que se ve a través de una pantalla. Mi vida cambió el primer día que salí en la tele. No sólo cambió para los demás sino también para mí. Yo también empecé a creerme que existía cuando me vi en el telediario. Podían amenazarme de muerte pero había dejado de ser un fantasma. En las vidas de los que me habían atormentado era mucho más presente y más real ahora que me veían por la tele de lo que había sido nunca en los largos años en los que me veían cada día en un cuerpo que podían pisotear o morder. Un cuerpo que podían ignorar o humillar. Mi cuerpo televisivo no podía ser golpeado, no podía ser humillado. Era finalmente un cuerpo real en un mundo real. El mundo de las trescientas sesenta y cinco líneas. Cuando era pequeña mi abuela me había asegurado que la televisión hipnotizaba a las personas, decía que la carta de ajuste era un ojo que entraba en las casas para saber lo que hacíamos. Ahora que ya no existe la carta de ajuste, sé que mi abuela tenía razón. La televisión son puntos que vibran y nos sumen en un trance hipnótico, suspenden nuestra capacidad de juicio y nos abducen hacia otros mundos de una manera que, si no fuera moderna, sería calificada de brujería.
Y ahora los dos habíamos acabado en un pueblo de verdad, donde todo el mundo sabe la vida de sus vecinos y las cotillas son de carne y hueso con ojo de cristal incluido, como Consuelo. Desde aquí la gran cotilla catódica del salón-comedor parece a la vez ingenua y monstruosa. Más que una cotilla de pueblo es una niña mala que destruye vidas para matar el aburrimiento.
Las cotillas de pueblo pueden ser aún más peligrosas. Pero ¿eran capaces de clavar un anónimo en una puerta? La lluvia seguía cayendo sobre el limpiaparabrisas y el coche se había hecho un poco más pequeño.
Estábamos más cerca.
El recorre mi piel con la cucharilla del café. Me ha vendado los ojos. Acabo de contarle mi vida. Es su turno. Me ha vendado los ojos para que imagine mejor lo que va a contarme y me ha atado para que le demuestre que creo ciegamente en él, que sé que no es un asesino, que estoy segura de que no va a hacerme daño. Pero yo no lo sé, por eso tiemblo cuando recorre mi cuerpo con un cuchillo y me dice que es la cucharilla del café.
Se detiene en el antojo que hay en mi tobillo izquierdo. Es una mancha sonrosada con la forma de un racimo de uvas. ¿No era así como el Tribunal describía la marca diabólica de Selene? El racimo del Diablo, la marca de Lucifer, el Ángel Caído, grabada con el aliento del Demonio que sopló suavemente sobre su piel; los verdugos decían que la marca de Selene era insensible al frío y al dolor pero mi racimo de uvas tiembla bajo sus besos. Pone su boca sobre él y su aliento se clava en mi piel como las pequeñas agujas del deseo.