Dos bultos de barro y polvo, oliendo como boñigas de buey, se levantaron de la cuneta donde yacían los moribundos con los muertos. El diluvio había durado tres días. La riada había arrastrado a las personas, las cosas y los pensamientos hasta aquel recodo del camino, donde las carretas rotas habían encallado en los cuerpos de los que intentaban huir. También Selene y Casilda, con su pobre mulo, habían embarrancado allí, huyendo de la tromba de agua negra que se abalanzaba sobre el mundo. Oyeron gemidos.
—Están ya muertos —dijo Selene, viendo los ojos destrozados de los que gemían—. Toda mi ciencia no alcanza para componer un cuerpo al que se le ha roto el alma.
No obstante, Selene se detuvo cuando reconoció al tabernero. Tenía la cabeza rota y la sangre había convertido su cara en una máscara roja. Intentó restañársela, pero en ese momento el hombre lanzó un grito y quedó exánime.
También Casilda estaba cubierta de sangre, su pelo blanco lleno de postillas negras por el barro. Selene la ayudó a arrastrarse monte arriba. Había dejado de llover, pero no podían saber si el agua había cesado o si la desgracia volvería a golpear. Encontraron una cabaña que, en los buenos tiempos, habría sido refugio de pastores y ahora estaba medio derruida. Aun así, les dio cobijo mientras se palpaban los huesos y el agua y el miedo se les escurrían lentamente del cuerpo.
—Es el curso del río el que tiene que cambiar, Dios no tiene nada que ver.
—Selene, sólo Dios puede cambiar el curso de los ríos.
—Cuando los hombres se lo proponen, Casilda, son como Dios.
—No blasfemes, que estamos en peligro de muerte.
—He perdido todas mis medicinas, ni siquiera tengo láudano para dar a los moribundos.
—Recemos por ellos, Selene. La oración es el mejor láudano.
—Casilda, Casilda, ahora que le has visto las orejas a la Sin Nombre te vuelves meapilas…. ¿No te das cuenta de que el Dios al que quieres que rece es el mismo que nos ha enviado esta plaga para hacernos morir?
—¡Ave María, Selene! Decir eso es pecado.
—¿Y los pecados de Dios? ¿No te das cuenta de que si Dios es omnipotente no es bueno y, si es bueno, no es omnipotente? O Dios lo puede todo y pudiéndolo todo no le importa nada que los hombres sufran y mueran, o es bueno y sufre por los hombres pero no tiene poder para ayudarlos.
—Selene, Dios es bueno. Pero el Diablo le pone mil asechanzas.
—Casilda, ¿estás diciendo que el Diablo es tan poderoso o más que Dios? Yo digo en cambio que el Diablo no existe. El Diablo son los hombres.
—¡Ave María! —se santiguó Casilda.
—Y los hombres son como Dios.
—A veces. Muy pocas veces.