Ainur

Un día fue el cuervo degollado en la mesa de mi desayuno. Una mañana apareció el primer anónimo. Hay un loco en este pueblo. Yo no sé quién es pero él sabe muy bien quién soy yo.

La vieja de la tienda se llamaba Consuelo. Me contó muchas cosas. Sabía la historia de todos los del pueblo. Me habló del farero que tenía fama de loco. Me habló del Señor Oscuro que tenía fama de santo.

Me contó la historia de los dos gigantes cojos y la historia de Gago, el cartero, que conduce el todoterreno que sube por las pistas hasta la carretera de asfalto.

Me contó la historia de la ayahuasca y el Señor Oscuro.

Incluso me dijo que su madre le había oído referir a su madre la historia de Selene, la santa a la que quemaron por bruja en la plaza de este mismo pueblo hace más de trescientos años.

Pero ni siquiera Consuelo pudo decirme nada de la vida del farero.

El Señor Oscuro sólo salía de casa una vez por semana para jugar al billar en los locales de la parroquia.

Era un jugador tremendo, le gustaba ganar y le gustaba apostar. Aunque hacía tiempo que nadie apostaba con él porque ganaba siempre y nadie jugaba con él porque ni en el pueblo ni en los alrededores había nadie con quien pudiera competir. Sin embargo, el Señor Oscuro seguía jugando los sábados. Partidas solitarias. Su mano izquierda contra su mano derecha. Hacía apuestas contra sí mismo y se prometía las más fabulosas recompensas y los peores castigos. Claro que nadie sabía si los cumplía y nada le obligaba a cumplirlos, pero la mayoría pensábamos que sí. Era el tipo de hombre que piensa que un dios implacable vigila todas sus acciones atrincherado en su cabeza.

La mano izquierda del Señor Oscuro siempre ganaba a la derecha porque era zurdo. Le habían oído prometer que el día que ganara la derecha se iría del pueblo. Pero eso no ocurriría nunca porque la mano izquierda del Señor Oscuro hacía lo que quería con las bolas de colores y parecía dominar con el pensamiento la bola negra. Nuestra opinión era que el Señor Oscuro sólo se iría del pueblo para yacer en el cementerio sobre el acantilado. Solía decir que era el cementerio más hermoso del mundo, donde los muertos gozarían de la misma vista que los ángeles si no tuvieran los ojos cerrados.

De alguna manera, ya había estado en todas partes y eso era como decir que no tenía adonde ir. Ya no era joven. Había sido misionero en Perú, donde aprendió a jugar al billar y a tomar ayahuasca. Las dos cosas le habían cambiado la vida.

El Señor Oscuro era también el párroco de la aldea. Para Consuelo y los demás lugareños, eso no tenía ninguna importancia.

Lo esencial era la forma en que jugaba al billar.