Tengo la única tienda de este miserable pueblo, así que no se mueve ni una hoja a este lado de los acantilados negros sin que yo me entere. Y me lo tomo muy en serio. Yo soy, en cierto modo, la guardiana del pueblo, de su moralidad y de sus remilgos, de sus pecados y de sus pequeñas mezquindades, porque queremos ser buenos pero ya sabemos que no somos santos.
Al principio, algunos desconfiaban de mí pero, con el tiempo y el aburrimiento, todos han ido contándome sus historias, porque aquí hay poco que hacer. Antes, cuando todo el mundo salía a faenar a la mar y los campos se araban con el arado romano, era casi imposible encontrar tiempo para rascarse las costras del alma; pero ahora, con el tractor y los franceses que ya no nos dejan faenar el bonito, con las prejubilaciones y las carreteras que no han servido para que la gente venga sino para que se vaya, con todo eso hemos ido haciéndonos viejos, que es como decir que por aquí somos todos hermanos en nuestra vejez, y los que de jóvenes me despreciaban y me llamaban tuerta han acabado viniendo a sentarse aquí, delante del fuego de la estufa que siempre arde en mi tienda, tanto en invierno como en verano y uno tras otro, de buena o mala gana, me han confesado sus pecados.