Le había dicho a aquel médico estúpido que se lavase las manos. Se lo había rogado con su voz más zalamera y no había servido de nada. El médico venía de atender a un anciano moribundo de fiebres, sin lavarse las manos ni componerse el alma se había precipitado a traer al mundo al hijo de aquella joven de dieciséis años, una joven que ya no cumpliría los diecisiete, que ya no sería abuela ni vería crecer a su hijo porque había muerto de fiebres tres días después del parto.