Selene

Selene no tuvo tiempo de preocuparse por los animales degollados en su puerta y las extrañas voces que la acechaban. Llegó noviembre y con él llegó el Diluvio Universal. Llovía barro y sangre. La lluvia manchaba el mundo y ponía legañas en los ojos. Nadie requería sus servicios y el aceite menguaba en su alcuza casi tanto como el ánimo en su corazón, que flaqueaba, que boqueaba como un pez fuera del agua y sólo cobraba impulso cuando oía que llamaban a la puerta y una vocecilla de mujer o de niño la requería para sanar un alma o un cuerpo. Sanó a dos enfermos del cólico miserere y otro se le murió pero sus familiares supieron reconocer que la habían llamado a destiempo. Cobró con ello tres ducados y un poco de esperanza. Con el tiempo las malas lenguas habían de callar y ella podría tornar a vivir tranquila sin que nadie la molestara. Su vida era solitaria, casi no tenía conversación más que con su mula, que se llama Verdad, y con su gato, al que había nombrado Niebla. Satán, el gran perro negro, era un ser libre, aparecía y desaparecía y nunca le faltaba un pedazo de carne y un lugar junto al fuego. Algunas veces venía a verla Casilda, su única amiga, la viuda costurera. Pero eran pocas veces porque Casilda ya estaba mayor y tenía miedo a la lluvia y a los malos humores que traía, y a las habladurías las temía más que a la enfermedad.

Selene soñaba con volver a ver al caballero del rojo gabán, pero no sabía si tal cosa iba a producirse o si moriría soltera, como su tía. Soltera pero no virgen, pensaba con regocijo. No comprendía que el mismo acto del que los hombres se jactaban en las tabernas fuese una vergüenza para las mujeres.

Se lo contaba a Casilda mientras le preparaba algún remedio para el dolor de sus huesos.

—Todos venimos del mismo sitio y vamos a ese mismo sitio. Si nuestros cuerpos son templos, el de la mujer debe ser el más sagrado pues es capaz de dar la vida. Y de hecho la vida no viene más que de las mujeres. Ellas hacen girar las ruecas y el mundo.

—Calla, Selene —le decía Casilda—. El mundo no gira, sólo lo hacen las ruecas, y todo sucede por voluntad de Dios. Si es que hay Dios.

—Ahora sí que lo has acabado de arreglar. Acabaremos las dos en manos del Santo Oficio.

—Calla, calla —se persignaba Casilda—, que estas palabras no han de salir de aquí.

Otras veces Casilda trataba de convencerla para que abandonara su oficio:

—Podrías colocarte de nodriza o de rolla, que son oficios dignos para una mujer. No es cierto, como dices, que tu arte de sanar sea la única manera digna que tenemos de ganarnos la vida.

—Una nodriza es una sirvienta que ha parido, y una rolla cuida de un niño que no es suyo, es una criada más de la casa. Yo soy libre y sé leer.

—Ay, por Dios, olvidé que la princesa sabe leer igual que un clérigo. Verás que esa habilidad tuya no te traerá sino problemas. Podrías coser como yo para las casas nobles.

—Casilda, tú malvives de coser y vives de los arrendatarios que te dejó tu difunto marido.

—Es verdad, pero sanar se ha convertido en un oficio importante, en cosa de hombres.

—Ya, mientras no fue importante pudimos hacerlo nosotras las mujeres, limpiar el culo a los moribundos y respirar las miasmas de la Parca fue y es nuestra tarea, y ahora que es oficio insigne como todas las cosas buenas es para los hombres. Yo curaba en esta villa hasta que llegó ese medicastro de Valladolid. ¿Qué es eso?

Oyeron grandes golpes y pensaron que alguien estaba atacando la puerta con una barra de madera. A veces los mozos que volvían de la romería gritaban insultos a la puerta de las dos mujeres que vivían solas sin hombres que saliesen a perseguirlos. Selene no quería abrir pero los golpes eran tambores. Rompían los oídos y los nervios. Casilda se acercó a abrir y la derrumbó la riada que venía arrastrando dos cerdos muertos por la calzada convertida en catarata. Eran los puercos lo que había golpeado la puerta de Selene como si fueran espíritus. Apenas tuvieron tiempo de salir, Selene agarró a Verdad y puso en su grupa a Niebla. Ayudó luego a montar a la vieja Casilda y vieron cómo el río se tragaba la casucha de Selene, sus hierbas, sus libros y sus esperanzas. Y lo peor estaba aún por llegar.