Selene

Trabajé una semana en un villorrio al sur de la frontera. Los niños llevan la cara sucia y los puños apretados. Sus madres temen más al Diablo que a la muerte, pero pagan para que les libre de la peste que avanza lentamente desde Francia.

Les digo que se laven las manos. Pero no les basta. Les digo que no dejen entrar en su pueblo a los forasteros que vienen de las ciudades de la plaga. Se ríen. Les rezo un ensalmo. Pongo los ojos en blanco y hablo en una lengua extraña. Entonces aflojan las bolsas y los corazones. Atiendo el parto de una mujer. Hiervo el agua como me enseñó mi tía. Me lavo las manos. Lavo todo. Quemo los paños. El marido no lo aprueba. Ella y su bebé sobreviven. El marido me paga bien mientras sus otros hijos, huérfanos de su primera mujer que murió de parto, me miran asustados y se santiguan.

Le digo que no escatimen los huevos ni la leche con ella, ni la dejen fatigarse estos primeros días. No tiene fiebre pero toda precaución es poca. Me quedo en el pueblo hasta que sé que todo va bien. Ella me besa las manos cuando me voy. Tenía miedo, dice, los soldados pueden escapar pero una mujer embarazada, ¿qué puede hacer para huir de la muerte?

—Llamarme —le respondo, y parto con mi mulo antes de que el marido comience a hacer preguntas.

A la salida del pueblo, veo a una mujer ahorcada en una higuera. Los niños descalzos le tiran de la falda que los orines han vuelto oscura. La han ahorcado por bruja.

Me llamaron porque estaban desesperados. Después de tres días de parto, de gritos, de carreras, de rogativas, de artemisa y ruibarbo, el heredero del sastre seguía sin ver la luz. Lo que vio la luz fue un bracito con la mano extendida que se agitaba, sin que supiésemos si nos decía hola o adiós. Tras algunos movimientos, el brazo quedó desmayado y flojo como un pene, entre las piernas abiertas de la buena mujer.

María gritaba:

—¡Sacádmelo!, ¡sacádmelo!

En ese momento, el barbero le dijo al sastre que debía elegir entre la vida de su mujer y la de su hijo. María, la parturienta, que lo oyó, soltó un alarido y con sus últimas fuerzas me mandó llamar.

—¡No me mates, Mauricio! ¡No me dejes morir! ¡Echa a este criminal y llama a Selene!

No sé si Mauricio me hubiera mandado a buscar, pero la madre de María, que había oído al barbero, a pesar de su edad y su cojera no tardó ni cinco minutos en llamar a grandes gritos a mi puerta.

—¡Salva a mi hija! ¡El niño se ha dado la vuelta!

Había llevado conmigo una redoma de aceite de eneldo y un poco de manteca. Me unté con ellos la mano y con suerte y un poco de ayuda de María volví a meter el bracito en el enorme y abierto vientre de su madre.

El sastre sudaba.

—Parece mentira que todas las personas que conozco hayan venido así al mundo. ¿No habrá otro modo?

—¡No dejes morir a mi hija! —gemía la madre de la mujer que estaba en trance.

—¡Ay de mí! ¡Confesión! ¡Ayuda! —gritaba la parturienta.

—¡Silencio! Con tantos gritos vamos a asustar a la criatura. ¡Aquí no se muere nadie hasta que yo diga! —grité. No sabía lo que decía, pues también yo me había dejado arrastrar por el histerismo de los presentes y sabía que cada minuto madre e hijo estaban más cerca del otro mundo.

Ordené a la madre que enjugara el sudor de la parturienta y al marido lo mandé a por agua hervida. Todo ello para mantenerlos ocupados. Yo me remangué y, apoyándome en el vientre de la madre, usé todo mi poder para voltear el hombro de la criatura hasta que vimos asomar de nuevo la coronilla por el túnel que la madre naturaleza ha dado a las mujeres.

Luego le dije a la parturienta, mientras le sostenía la mano:

—Ahora grita y haz fuerza con todas las del cielo y las del infierno.

Mientras, puse todo mi peso sobre su vientre para ayudarla y así, entre las dos, vimos salir la cabeza y luego el hombro y al final todo un hombrecito, que rompió a llorar al sentir el frío terrible del mundo. El suelo había quedado inundado de sangre y heces, sin embargo el niño estaba limpio y sonrosado. Parecía purificado por la sangre. Su madre le apartó un coágulo de un rizo y lo apretó contra sí, mientras yo cortaba el cordón umbilical y lo ataba con un pedazo de bramante. El recién nacido era minúsculo, con la cabeza poco mayor que la palma de mi mano. Le limpié con mi manga las orejas, los ojos, la boca diminuta y lo puse sobre el regazo de su madre. La mujer sacó un pecho hinchado y enrojecido y el pequeño se abalanzó sobre el pezón. Allí se quedó enroscado y deseé que fuera tan feliz en su vida como en ese momento. El cordón azul dejó de palpitar, se arrugó y se puso blanco.

El otro extremo del cordón seguía colgando del cuerpo de la mujer. Al cabo de unos minutos, se movió y una masa roja como un buñuelo de sangre se desplomó sobre las losas del piso. Era la placenta. La sangre siguió manando, empapó el jergón y empezó a brotar como si quisiera calmar la sed del universo. Limpié como pude las manchas, pero las vetas rojas reaparecieron.

La parturienta seguía sangrando: un arroyo salía de su vientre y se escurría por debajo de la puerta.

—Parece la matanza del cerdo —dijo la recién parida. Y me di cuenta de que tenía fiebre.

—¡Oh, Dios! Es lo mismo que le sucedió a mi hermana —gimió el sastre—. ¡Mi mujer va a morir! María, debes rezar y arrepentirte de tus pecados.

—Rezar es siempre bueno, hermano, pero con la ayuda de Dios todavía no le ha llegado la hora —intervine. Y seguí restañando la sangre, que volvía a brotar. Me sentía como el muchacho que pretende vaciar el mar con una concha.

María, la mujer del sastre, estaba pálida, había dejado de quejarse y creo que ni siquiera nos veía.

Pedí a la abuela que trajese una sopa clara, caliente pero que no quemase, y que se la diese a la recién parida.

Levanté el vestido de la joven. Su vientre era como un globo desinflado. Palpé la carne trémula y la mujer gimió. Como me había temido, el útero estaba blando. No había conseguido contraerse y seguía sangrando. Comencé a masajearlo.

—¿Eso sirve? —preguntó el marido.

—Algunas veces.

Pero la inundación roja seguía imparable. Coloqué mis dos manos justo por encima de su ombligo y con una gran inspiración, pregunté:

—¿Alguien sabe contar hasta cien?

Nadie sabía, así que les dije que rezaran un padrenuestro y conté yo misma, muy despacio, haciendo toda la fuerza que podía y pidiendo en mi corazón a algún Dios que no hiciera parir a las mujeres.

—¡Ha dejado de sangrar! —exclamó la madre de María.

Recé para que la sangre no volviera y seguí apretando. Entonces, levanté lentamente la mano. Todos estábamos inmóviles. El tiempo se detuvo. La madre de María se había quedado petrificada con los brazos extendidos y el cuenco de sopa alzado hacia el cielo, como en la consagración de una misa. Ni siquiera el bebé se movía.

No hubo más sangre. Hubo abrazos, besos y dos ducados. La mujer del sastre abrió los ojos y se tomó la sopa. Todo el pueblo se alegró, menos el barbero.