El farero tiene cara de niño. Cicatrices de viejo. Arrugas que parecen caminos y que no llevan a ninguna parte. Ella yace sobre él. Con él.
Ella soy yo. Estamos en la casa que la viuda Rius dejó a mi abuela a cambio de oscuros favores. La cama es de hierro, tan vieja como las montañas. El amor es lo único nuevo en este cuarto, tan nuevo que nos parece que nadie se ha amado antes de nosotros. Que no ha vivido nadie antes de este instante. Nuestra vida entera parece un sueño. Un cuento que les contamos a los otros. Porque la vida de verdad sólo existe aquí y ahora. En el áspero contacto de las sábanas, en el viento que silba envidioso allá fuera, en el cansancio que nos va arrinconando los párpados. La rama de un árbol golpea contra la ventana como si llamara a la puerta. No nos sorprenderíamos si viniesen en cualquier momento a detenernos por habernos deseado tanto. Para llegar aquí, hemos roto una norma del cielo o del infierno. Hemos debido de ser muy desgraciados para cobrarnos toda la felicidad de un solo trago. Pero no importa. Porque hoy es día de cobro. Se acabaron los malos tiempos. Estamos juntos. Hoy. Esta tarde. Esta misma noche.
Basta un solo gesto para destruir la ilusión de que todo va bien. Por eso no nos movemos, queremos que el instante se quede quieto con nosotros, para que permanezca, para que el tiempo nos olvide, para que el tiempo nos perdone y se esconda con nosotros, debajo de las sábanas. Sobre el viento.
Pero le digo que me traiga un vaso de agua. Es una petición infantil, lo sé. Quiero pensar que puedo pedirle algo a un hombre y que lo hará. Pedir agua. Agua para el que tiene sed. Sed de tiempo. Tiempo de ganar y de salir ilesos. Sólo que no estamos ilesos, claro. Sólo lo parecemos. Y, de repente, el tiempo nos alcanza.
Me insulta. Lo miro como si me hubiese apuñalado.
—¿Por qué me humillas? —me dice—. ¿No te has dado cuenta?
—Darme cuenta ¿de qué?
—¡Oh, Dios mío! ¡No lo sabes! O lo finges, ahora tendremos que empezar de nuevo desde el principio, tendré que creerme que no te importa, que me aceptas como soy.
—¿Qué hay que saber? ¿Por qué me miras así? Como si nos acabáramos de conocer. Como si nunca me hubieras tocado. Como si no hubiera existido esta tarde, esta noche.
De un golpe seco igual que se dice adiós y se apuñala, levanta la sábana. Veo el muñón. Liso como los troncos cortados por el hacha. Veo la pierna de plástico todavía con el zapato y el calcetín enroscado en las colchas viejas y en mi estupidez.
—Pero nunca cojeas, nunca has cojeado.
—Perdí la pierna siendo muy niño, tuve tiempo de aprender a andar. Es tan mía como la otra.
—Tú también.
—Sí, Ainur, yo también soy cojo. Como muchas de mis novias no te has dado cuenta o no has querido darte cuenta. Lo invisible es esencial a los ojos.
Aquí en este pueblo nada es lo que parece.