Ainur

Como sabes todas esas cosas de Selene? ¿Estabas allí? Escribes de ella como si la conocieras.

—La conozco. Busco en viejos papeles igual que tú buscas en las basuras. En los documentos, como en la basura de Madrid, puede encontrarse de todo pero, igual que entre los sacos de basura, lo difícil es separar lo inservible de lo útil, aquí es arduo separar verdad y mentira, historia y ficción. Lo valioso no suele encontrarse a simple vista. Ni en los basureros ni en las bibliotecas.

—Y ¿cómo escribes?

—Escribo un poco cada día sin esperanza y sin desesperación.

—¿Cómo conoces sus palabras?

—Están en el proceso y dentro del proceso he encontrado un tesoro. Sus propios escritos. Sirvieron para condenarla.

—¿Sabía escribir?

—Fue una de las cosas que tuvieron en su contra. Era poco cristiano e inusual que una mujer de la época supiese escribir. La mayoría de los hombres no sabían.

—¿Y tú entiendes esa letra y esa manera de hablar?

—Es el castellano de la época.

—A mí me suena moderno.

—Lo estoy transcribiendo tal y como sonaría hoy en día. Cuando Selene hablaba no utilizaba palabras pasadas de moda, más bien hablaba la jerga de los jóvenes.

—¿La jerga de los jóvenes del siglo XVII?

—Sí, y los que entonces murieron jóvenes serán jóvenes para siempre.

—Pero ¿cómo puedes conocer el sonido de la lanceta al caer?

—Lo conozco porque, como todos los escritores del mundo, yo estaba allí. Y he leído todo lo que ella declaró ante el Tribunal, y tengo las actas del juicio de Maese Félix y lo que no sé sobre ella lo siento cuando me miro al espejo.

—¿Cuál era la enfermedad de la hija de Maese Félix?

—Era la enfermedad de las mujeres, de la cual morían las reinas de España y las burguesas tanto como las lavanderas y las prostitutas.

—Pero tú dices que procesaron al médico. ¿Por ayudar a Selene? ¿Cómo es que no hay ninguna noticia de mujer tan notable?

—Has dicho bien, ninguna noticia de mujer.

—¿Y qué pasó?

—Si quitas tu mano de mi sexo y tu aliento de mi cuello, quizá puedas leerlo en lugar de leerme por dentro.

No habían transcurrido ni siete días desde la llegada de Ainur al pueblo cuando apareció en su mesa de desayuno el primer cuervo muerto.