La ciudad era de piedra, más grande e insolente que nada que Selene hubiera visto jamás. No la impresionó por sus murallas que eran endebles y habían sido sobrepasadas por las casuchas que surgían como hongos en el arrabal, ni siquiera por el castillo y la catedral que luchaban por el aire allá arriba entre las nubes, lo que sobrecogió a Selene era el griterío, las voces de los pregoneros mezcladas con los cánticos de los monjes de los numerosos monasterios, con los gritos de los ajusticiados en el cepo cerca de las puertas de la muralla y los alborozados juegos de los niños en callejuelas tan estrechas que se le hacían angostas al aire de la tarde. Selene declaró ante el Tribunal que el rumor y los olores fueron lo que la convenció de estar ante una gran capital. Olía al penetrante y terrible aroma del barrio de los curtidores, mezclado con el olor de las maderas preciosas que se labraban en el barrio de los ebanistas. La ciudad era un lugar sucio, tal vez o a pesar de tantas fuentes que manaban en todas las esquinas vomitando regueros y arroyuelos de fango. Los transeúntes tropezaban con sus ropajes demasiado largos en calles tan estrechas que los pasajes y escaleras las sobrevolaban. Por todas partes olía a orín y a queso rancio, a leche derramada, a sudor y a piedra. Su tía Milagros le había dicho muchas veces que el aire de la ciudad daba libertad. Al principio le dio ahogos. No sabía que había tanta gente en el mundo ni que podían vivir en tan poco espacio. Le pareció que, como las ratas, también los hombres se volverían locos al hacinarse así.
Nunca había querido venir hasta aquí, nunca había estado tan lejos de casa. Había una razón tan poderosa que no debía ser pronunciada, la misma que la impelía ahora a llamar a la puerta de servicio de aquella casa burguesa, cuadrada y un poco contrahecha. No parecía la casa de un médico famoso, pensó, sin embargo lo era. Allí le habían dicho que vivía Maese Félix, el mejor médico de Castilla, el mismo que había curado a la reina. Un médico tan bueno que los musulmanes lo habían secuestrado en una ocasión para atender a una favorita del rey moro. Tan famoso que hasta en el norte se hablaba de él y, lo más importante para Selene, un médico que había ido a la universidad, que había hecho el Juramento Hipocrático y conocía las artes secretas que estaban prohibidas a las mujeres.
En aquellos instantes, el famoso médico se lavaba las manos mientras su ayudante terminaba de practicar una sangría. Él había sido incapaz. Había lacerado miles de brazos en el ejercicio de su profesión pero éste no había sido capaz de traspasarlo. Tampoco fue capaz de soportar el sonido y el color de la sangre al derramarse espesa sobre la bacía. Porque aquella sangre era la suya. Sobre un lecho magnífico con colchas de damasco, yacía una muchacha de pelo negro y piel nacarada. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. El sudor cubría sus labios cenicientos. Como médico, sabía que era el rocío de la muerte; como padre, no podía aceptarlo. A pesar de su fama, su ciencia era un fracaso. Agarró con gesto cansado la lanceta que le tendía Dámaso, su ayudante. Un chico estrábico, pelirrojo, que cojeaba de la pierna izquierda por la polio, sordo a causa de la escarlatina, un muchacho lleno de futuro que esperaba vivir aún mucho tiempo, por ejemplo cinco o diez años más, y sucederle en el oficio. Había pensado que sería su yerno el que heredase sus artes, pero su yerno había engendrado al pequeño que berreaba en la otra habitación, el mismo que había llevado a su hija al penoso estado en que ahora se encontraba y al que él no sabía poner remedio y, apenas hecho esto, se las había arreglado para que lo mataran en la Taberna del Moro en una oscura pelea por cartas y por mujeres. Se llevó la lanceta a la boca sin temor a cortarse, es más, deseando cortarse, acabar con esa pantomima, y lamió la sangre. Tenía un sabor metálico y amargo como el de la muerte. Abrió la ventana. La luz del atardecer que había estado oculta por la celosía iluminó su cuerpo, desde la barba blanca hasta las rodillas reumáticas, convirtiéndolo por un momento en una antorcha humana. Vio el velo dorado del sol incendiando los trigales más allá de las murallas y vio que estaba acabado como médico. ¿Qué parturienta confiaría en él después de haber dejado morir a su única hija? Pensó en clavarse la lanceta en la garganta. Se preguntó si aún tendría la habilidad sin par que en sus años mozos le había llevado a practicar trepanaciones. Tan grande era su ciencia que incluso tres pacientes sobrevivieron unos días a las mismas. El recuerdo de sus triunfos como médico fue más de lo que podía soportar en esos momentos. Era impensable continuar con vida y también quitársela así, sin honor. Con los ojos cerrados abrió la ventana de par en par y lanzó al aire la lanceta con sangre de su Raquel. Vio cómo caía silbando como una saeta y oyó el ruido que hizo al estrellarse contra las piedras de la calle. Era la lanceta que le había regalado su maestro en Salamanca. Con ella había comenzado su carrera de Medicina y con ella la acababa. Mañana mismo pondría en venta la casa y el negocio y, sin esperar el fatal desenlace, se iría con su hija moribunda para que los dos pudiesen concederse el mayor lujo en una ciudad de comidillas y rumores, de envidias y calumnias: una muerte privada en el pueblecito andaluz que los vio nacer, lejos de todo y de todos.
Eso haré, dijo suspirando, y entonces oyó cómo su hija gemía y rezó. Rezó para volver a creer en Dios, en algún Dios, y para saber rezarle, pero ninguna oración vino a sus labios, ningún pensamiento puro a su mente sino el mismo sabor a metal y muerte de la lanceta. En ese momento, oyó cómo llamaban a la puerta.
Los aldabonazos sonaban en la puerta trasera, la de los proveedores. En condiciones normales, habría mandado a un criado pero en esos momentos le asaltó el pensamiento absurdo de que esa llamada era una respuesta a la plegaria que había sido incapaz de hacer. No lo detuvo el pensar que no había pedido nada pues sabía que no pedir nada es igual que pedirlo todo.
Abrió la pesada puerta y no vio a nadie. El había contemplado el suicidio del sol y ahora la oscuridad era la dueña del mundo. Encendió la vela que estaba siempre en el zaguán. Al principio, la oscuridad se tragó su resplandor pero, poco a poco, distinguió una figura pequeña y delgada. La sombra caminó hacia él. No pudo ocultar su decepción al descubrir que era una mujer. En el resplandor tembloroso de la candela, vio a una mujer huesuda y pelirroja con la ropa destrozada.
—No necesitamos nodriza, ya tenemos una —dijo, volviendo a cerrar la puerta.
La mujer levantó la mano y puso un pie en el umbral. Pensó que era como la mano de un cadáver, tan blanca y acerada. Algo brillaba entre sus dedos. Era la lanceta que él había arrojado.