Una rata muerta apareció clavada en la puerta de la capilla de santa Magdalena. La habían clavado con el cristal roto de una botella. Pensé que el que lo hubiera hecho tenía que ser bastante fuerte aparte de muy habilidoso. Si alguien se atrevía a acercarse veía que habían estirado las patitas exánimes de la rata y las habían clavado a su vez con dos alcayatas. Habían crucificado al pequeño y repulsivo animal a las mismas puertas de la iglesia.
Supongo que ése fue el motivo de que aquel crimen pareciera peor que cualquiera de los otros. Pues aquella rata muerta fue la que acabó desatando la locura del pueblo entero.
Y digo bien «desatando», porque la locura siempre había estado ahí, sólo que cada uno la encerraba dentro de sí con los cerrojos que tenía a mano. Unos la ocultaban con maledicencia, como Consuelo la tendera; otros con violencia, como el gigante rubio que pegaba a su mujer sistemáticamente sólo los sábados por la tarde; algunos con alcohol, como decían que hacía el Señor Oscuro, y los peores eran los que, como yo, la enterraban con silencio. Y la locura fermenta en el silencio como los hongos en la oscuridad. El silencio sólo tiene un enemigo. El viento al que todos temen. Este pueblo conoce el viento. Cuando el viento sopla, arrastra algo en la cabeza de la gente. Y el silencio no vuelve a ser como antes. En el silencio y en el viento la locura fermenta suave y rápida como las flores en los estercoleros.