Las basuras eran mi reino. Podía conocer una ciudad por sus basuras. Las basuras decían mucho más de la gente que las vallas publicitarias, mucho más que las pantallas encendidas noche y día sobre las calles, más que las luces de neón y los emigrantes que buscaban en los contenedores de los grandes supermercados.
Cada noche salía de batida. Conocía los mejores rincones. Sabía a lo que olían las bragas de las señoras de Claudio Coello donde un jueves encontré una vidriera gótica y un viernes una partida de mármol de Carrara. Conocía los frigoríficos de segunda mano que abandonaban en la avenida de Oporto y las lámparas de cristal de Bohemia que, dé vez en cuando, en general cuando moría una vieja dama, arrojaban a los cubos de Legazpi.
Había construido mi palacio con lo que los demás tiraban.
Era un hombre reciclado.
Con las virtudes que otros consideraban vicios me había hecho a mí mismo.